domingo, enero 15, 2006

Preámbulo para un responso por la izquierda española


Por JOSÉ VARELA ORTEGA
Catedrático de Historia Contemporánea
ABC 13-01-06

DURANTE mis primeros pasos en Oxford, pensé hacer una tesis sobre la Desamortización (de 1855). Pasados unos meses, le entregué a mi tutor -un conocido historiador económico- un ensayo, mejor trabajado que meditado. Nunca olvidaré la primera lección de 101 logic, que dicen mis estudiantes americanos. «He aprendido mucho con su ensayo»- me aseguró con benévola amabilidad mi tutor. «Pero lo que más me intriga es el sujeto: esa España a la que usted le atribuye la facultad de hablar, de comprar y vender tierras, abrir minas y construir ferrocarriles, dígame, ¿de qué sexo es? Se lo pregunto, sobre todo, por aquello del atuendo»- añadió con aparente seriedad mi profesor australiano. -«Porque, claro, si ha llevado siempre el mismo vestido, me temo que debía de estar ya algo apolillado; en cambio, si varía de traje al compás de los tiempos, ¿no será mejor que olvidemos la percha y nos centremos en los cambios de vestimenta?».

La formulación del sujeto vertebra «el espíritu» de una ley como condicionante de la articulación de su predicado. Y desde el Preámbulo, el sujeto constituyente del Estatut, una Catalunya inmarcesible, cual seráfico jinete galopando siglos, se dirige a nosotros en primera persona: nos habla,«avanza», «modela el paisaje» y «acoge lenguas». Esa Cataluña meta-histórica es, pues, la verdadera autora del borrador y por su boca eterna hablan sus intérpretes, muñidores del texto. Y como tan alta y espiritual Criatura es infalible, su Volksseele, al modo de la Iglesia Romana, se expresa en la lengua del dogma. Con tal sujeto, ¿por qué extrañarse de un predicado que regula y planifica la economía, interviene el negocio financiero, impone a los sufridos botigueres el idioma en que deben comerciar y señala a los periodistas el pensamiento correcto, esposándolos al dictamen inefable del «pedagogo nacional» de Fichte, administrador de la Verdad revelada?

Ya sabemos, pues, lo que nos ha sido dado: una Carta Otorgada. Pero ¿quién será nuestra egregia y sin par soberana? ¿Será Pau Claris, siempre santificado y hoy resucitado?, ¿o es acaso «La Moreneta», que se nos manifiesta inmaculada como graciosa donante del Estatuto? Personalmente, tengo un interés vital en conocerla. Quiero que me la presenten para interrogarle acerca de mi destino. Porque, si bien «nos ofrece amistad», en su infinita sabiduría, también define a los «otros» -simples ciudadanos descarriados, huérfanos de nacionalidad histórica- como «Estado plurinacional». Y, como eso es un concepto político-administrativo, a lo mejor otro día se levanta enojada, va y nos deroga y nos pasa como a Prieto, a quien los franquistas le borraron del Registro Civil. Así y todo, no debemos quejarnos. Mucho hemos avanzado en la averiguación de nuestro destino. Todavía no sabremos la naturaleza de nuestra celestial donante, pero ya conocemos que nuestro futuro está en el pasado. Hemos regresado al Antiguo Régimen. Pero no al tiempo que sugiere el señor Rajoy. Por desgracia, la máquina de Wells no nos ha depositado entre luces: Montesquieu se sentía cosmopolita; «francés, (sólo) por accidente». Y aquí precisamente lo que se ha quebrado es la ecúmene ilustrada en donde todo lo moderno -a izquierda y derecha- tiene su origen. Nos han arrojado de bruces en el «mundo restaurado» de la Santa Alianza, pero trufado de tensión romántica. Esta pieza arqueológica parece un híbrido de Carlyle y De Maistre -sin la pluma del primero ni la cabeza del segundo, claro está- aderezado con algunas gotas de cursilería ecologista, beatería izquierdista y cara de velocidad progresista: ¡para que luego dudemos del sentido etimológico de los matrimonios del mismo sexo! En suma, unos «discursos a la nación... catalana» que, tras alguna mano de estilo, podría haber articulado Savigny e historiado Treitschke con versos del «Guillermo Tell». Como era de temer de este palimpsesto, doña Cataluña es también portadora de «derechos históricos». ¡Y uno que creía que eran precisamente los abolidos en la famosa noche del 4 de agosto de 1789! -y, en España, después de Cádiz-. Pero no. Andábamos muy confundidos. Debemos prepararnos para el regreso al pretérito imperfecto. Es tiempo de heráldica. Y, en un mundo reorganizado en territorios y gobernado según principios de privilegio y desigualdad, nos conviene rastrear nuestro árbol genealógico para desempolvar algún Señorío (que también son históricos) o buscarnos un magnánimo Señor que nos cobije y proteja.

Este insólito viraje de la izquierda hacia un arcaísmo nacionalista radical tiene, claro, su coartada: la integración en el sistema de los insaciables. Resumen también de las expectativas de Azaña para el Estatuto de 1932, pero de las que el presidente estaba de vuelta en 1937, no digamos en 1939. Con la misma buena voluntad y ánimo optimista se aprobó en 1979 un texto que hoy los nacionalistas consideran tan despreciable que ni siquiera quieren reformarlo. No resulta aventurado vaticinar que este borrador pronto se considerará insufrible grillete del destino histórico de la nación oprimida.

¿Por qué entonces esta deriva de la izquierda tras un reverso ideológico que le chupa la sangre electoral por doquier desde hace cosa de un siglo? ¿Cuál es el propósito, cuáles las consecuencias? La ignorancia es cosa diferente de la estulticia, pero sazonada con audacia y decantada con astucia es la cocaína del ludópata. Y esta sobredosis de nacionalismo puede resultar una apuesta tan arriesgada para la izquierda votante como aditiva para la intrigante, si logra expulsar al centro-derecha del sistema -y, por tanto, del poder- durante muchos años. Porque aquí el objetivo estratégico consiste en rehacer el planetario político con nacionalistas y secesionistas para romper el modelo de consenso constitucional de 1978 entre izquierda y derecha. Un retroceso, pues, al exclusivismo o monopolio de partido: la causa de todos nuestros males, según Cánovas. No obstante, la actual puesta en escena del infausto ritornelo es más bien una variante de la hiper-legitimidad, estilo izquierda republicana: el ensueño de «la mayoría natural» como derivada de un síndrome de superioridad moral y antesala de autoritarismo. Digamos que una suerte de azañismo con setenta y tantos años más -aunque setenta mil lecturas menos en la cabeza. Que la ocurrencia se nos antoje lamentable o simplista no le resta eficacia electoral: sacar el Estatuto «como sea», pactar con ETA «lo que sea» y, luego, disolver. La tormenta pasará, la gente olvidará, las elecciones se ganarán y la derecha, «sin discurso» ni pancarta y fuera ya del sistema, se verá embuchada con un trágala de pesada digestión. En este guión de ruptura y marginación, se entiende que la Transición sea el enemigo histórico a batir y la «memoria histórica» -valga el anacronismo- de la República, la Guerra y la represión franquista, los episodios a deformar, en la medida que un ajuste de cuentas anacrónico coadyuva al objetivo señalado: la satanización y marginación del centro-derecha como reo de franquismo.

Sin embargo, la comprensión de un plan no exime del costo. Aparte de la carga insoportable para la estabilidad del sistema, dinamitar principios e ideas producirá daños irreversibles. En estas capitulaciones matrimoniales con el nacionalismo, la izquierda se ha dejado algo más que plumas de su identidad programática. Se ha vaciado de contenido ideológico. Ha pinchado en hueso filosófico y eso no se enmienda en un chalaneo de porcentajes. Un discurso más interesado en la identidad que en la semejanza; centrado en etnias, en lugar de la Humanidad; en el nacionalismo, antes que el internacionalismo; que trafica igualdad por privilegio; que traduce diferencia cultural en desigualdad socio-política, confundiendo el derecho a la diferencia con la diferencia de derechos; que promueve derechos históricos a costa de los individuales; que habla de territorios, en vez de ciudadanos libres e iguales; que, en lugar de exigir el derecho a la igualdad, predica la virtud de la solidaridad, calculando balanzas fiscales, que no impuestos individuales y progresivos...Un discurso así, en suma, licuará la izquierda. Estos jóvenes han abandonado su legendario lugar a la izquierda del presidente de la histórica Asamblea. Ya no se sientan entre «los amigos de la Constitución». Acierta, pues, el president Maragall... pero sólo en el título: ¡Parece mentira!, en efecto, que la izquierda española haya comulgado con las ruedas del molino constitucional más reaccionario conocido desde el Fuero de los Españoles. Estos jóvenes turcos no lograrán destruir España. Quizá porque, desde los supuestos del catecismo identitario que hoy profesan, la España eterna debe ser un cruce espiritual entre la Virgen del Pilar y Santiago, y tal divina condición estará siempre a salvo de toda maldad humana. Lo que en esta derrota amenaza naufragio, empero, es el futuro de la izquierda española. Puede que tras algunos éxitos electorales. Dentro de algunos años, quizá. Pero por mucho tiempo después.

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