domingo, enero 22, 2006

LA REFORMA Y LA RUPTURA

MANUEL ALVAREZ TARD�O
El camino a la democracia en Espa�a. 1931 y 1978
Editorial GOTA A GOTA

La gran pregunta cuando de transiciones a la democracia se trata no puede ser otra que la referida al camino escogido para alcanzar tan loable objetivo. Con esto nos referimos a la cuesti�n cardinal de la reforma o la ruptura (con todas las variantes que de ambas puedan admitirse). Por muy diferentes que sean Los caminos escogidos para alcanzar la democracia, en todos ellos es posible considerar el grado de reforma o de ruptura desplegados para pasar de un sistema pol�tico anterior -normalmente autoritario- a uno nuevo de tipo democr�tico.

No es distinto en los dos casos que nos ocupan: en uno, el camino a la democracia republicana se caracteriz� por un grado de ruptura muy alto, derivado, como no pod�a ser de otro modo -pese a los deseos en contra de la derecha republicana y de algunos de Los llamados �intelectuales� republicanos-, de la consideraci�n mayoritaria del cambio de r�gimen como revoluci�n; en el segundo, la transici�n a la democracia posterior a la muerte de Franco, en la que predomin� el valor de la reforma, lo que no quiere decir, como a veces se afirma, que los cambios jur�dicos que ocurrieron no fueran radicales, sino simplemente que no tuvo lugar ning�n cambio dr�stico de poder ni ninguna revoluci�n.

Por otra parte, los conceptos de ruptura revolucionaria y reforma de cada caso est�n ligados, como en otras transiciones, a un tercer concepto que completa el significado �ltimo de aquellos: el de pacto. Como es sabido, la reforma democr�tica emprendida a finales de 1976 fue una reforma pactada, lo que significa, principalmente, que las decisiones pol�ticas m�s importantes tomadas durante el camino recorrido de diciembre de 1976 a diciembre de 1978 -incluida la elaboraci�n de la Constituci�n- no fueron resultado de la preponderancia de un grupo pol�tico, ni siquiera, en lo importante, de la imposici�n de la mayor�a sobre las minor�as. Aunque con alguna excepci�n, el resultado pudo ser, finalmente, una democracia de todos y para todos, lo que incluy� a los que habiendo estado vinculados a la dictadura apoyaron la transici�n y demostraron sus convicciones democr�ticas En el caso de la ruptura republicana no pudo ser as�; las exigencias de la revoluci�n, como en otros casos en los que �sta se hace presente, fueron incompatibles con toda negociaci�n con las fuerzas pol�ticas vinculadas al r�gimen anterior, consideradas, por definici�n, como contrarrevolucionarias. (Aunque esta consideraci�n exclu�a a los socialistas, que aun habiendo colaborado con la dictadura de Primo de Rivera hasta casi el final, s� fueron considerados socios leales para traer la Rep�blica.) Adem�s, en 1931, para quienes dirigieron el camino a la democracia el concepto de �pacto� estaba asociado a una forma superada de liberalismo pol�tico y connotaba una traici�n a los ideales de la democracia.

... pretendemos remarcar uno de los aspectos capitales de la estabilidad de la democracia fundada en 1978, aspecto que la diferencia sustancialmente del proceso de fundaci�n de la democracia republicana: se trata de un valor de raigambre liberal, uno de esos valores que consiguen que quien lo ejercita se comporte en pol�tica con la conciencia de la limitaci�n de sus opiniones y no pretenda ni espere de la pol�tica una soluci�n m�gica y radical para todos los problemas que afectan a la vida de los ciudadanos. Se trata, en definitiva, de uno de los supuestos axiol�gicos del liberalismo arrinconados en la Europa de entreguerras ante el ascenso de las ideolog�as revolucionarias. Como ha recordado R�diger Safranski, �Los hombres no pueden crear ning�n Dios mortal y, por su propio bien, no habr�an de intentarlo. Se trata, por tanto, de poner en marcha un juego regulado de [las] diferencias. Quiz�s eso no produzca el orden simplemente "verdadero", pero si crea un orden en el que se puede vivir�. La primera exigencia de ese orden liberal es clara: impedir que el poder est� concentrado y pueda evitarse la coacci�n arbitraria sobre los individuos. Esa premisa fue rescatada y asegurada por las �lites que fundaron la monarqu�a democr�tica que hoy disfrutamos, conscientes tanto de la experiencia espa�ola de los treinta como del final de la Europa de entreguerras.

Por el contrario, en los a�os treinta la prioridad de los constituyentes republicanos fue afianzar un fuerte poder estatal que hiciera posible la pol�tica revolucionaria y que permitiera el control total de los adversarios del nuevo r�gimen. Para ellos, dividir el poder era una claudicaci�n ante los enemigos tradicionales de la naci�n espa�ola; era la f�rmula escogida por el liberalismo hist�rico, una f�rmula que a los ojos de la izquierda republicana s�lo habla servido para traicionar la libertad. Las palabras de Manuel Aza�a en el parlamento, respondiendo a una proposici�n incidental de las oposiciones para que, despu�s de casi un a�o de vigencia de la Constituci�n, se declarase �urgente la presentaci�n de la ley que ha de establecer y organizar el Tribunal de Garant�as Constitucionales�, son bastante representativas:

�Sr. Aza�a: �Independencia del Poder judicial? �Seg�n! Independencia �de qu�? (El Sr. Gil Robles: Del Gobierno.) Exactamente. Independencia del Poder judicial, �de qu�? (Sr. Gil Robles: De las intromisiones del Gobierno. Rumores.) Pues yo no creo en la independencia del Poder judicial. (El Sr. Gil Robles: Pero lo dice la Constituci�n.) Dir� lo que quiera la Constituci�n, lo que yo digo... (El Sr. Gil Robles: Art�culo 94 de la Constituci�n.) C�lmese el se�or Gil Robles. Lo que yo digo, Sres. diputados, es que ni el Poder judicial, ni el Poder legislativo, ni el Poder ejecutivo pueden ser independientes del esp�ritu p�blico nacional. (...) Lo que yo digo es que no hay Poder del Estado que pueda ser independiente, ni m�s que independiente, hostil al esp�ritu p�blico dominante en el pa�s. (Muy bien. Grandes aplausos.) No ha habido jam�s, ni puede haber jam�s, ning�n Estado que consienta que una de sus instituciones fundamentales, por las razones que sean, no est� enteramente penetrada del mismo esp�ritu que penetre a todo el Estado. Esto es una cosa evidente, y si no, ser�a el suicidio de las instituciones p�blicas, de �stas o de las otras. (El Sr. Alba: Eso lo dijo ya Primo de Rivera. Fuertes protestas y rumores.) Muy bien, pues alguna vez ten�a que acertar Primo de Rivera.�

Huntington ha considerado hasta cuatro modelos te�ricos para agrupar las diferentes formas de caminar hacia la democracia: transformaci�n, traspaso, reemplazo e intervenci�n. A efectos de la tercera ola, y de la transici�n a la democracia en la Espa�a de los setenta, interesa el primero de estos tipos: la transformaci�n (que este autor tambi�n denomina ruptforma y que otros autores llaman transacci�n). Nosotros vamos a llamarla simplemente, tal y como hace Linz, reforma.

Est� caracterizada por el papel protagonista de las �lites pol�ticas que est�n en el poder, las que toman las riendas del mismo para conducir el camino hacia la democracia, conscientes, por otra parte, de su fortaleza frente a una oposici�n relativamente d�bil o mal organizada. Como ... se�ala ... Huntington ... la reforma no es sin�nimo de proceso imperfecto o de democracia a medias; la reforma, gracias al �coraje� de las �lites directoras del proceso -lo que tambi�n incluye, a partir de un determinado momento, a la oposici�n- puede hacer posible una subversi�n del sistema autoritario tan profunda como la ruptura, permitiendo la fundaci�n de una democracia completa. Frente a la reforma, la ruptura (o reemplazo para Huntington) implica una superaci�n radical e inmediata del r�gimen anterior -no necesariamente violenta- mediante la sustituci�n de sus �lites gobernantes y el inicio de un nuevo gobierno provisional encargado de practicar una pol�tica radicalmente nueva, acompa�ada normalmente de un juicio severo de las responsabilidades por colaboraci�n con el r�gimen ca�do. Lo relevante para el camino hacia la democracia emprendido mediante una ruptura, es la manera en que ese rasgo fundacional ha de influir sobre el resto del proceso. Es de esperar que la ruptura condicione el comportamiento de las �lites en el sentido de privarlas de una visi�n pactista del proceso que tienen encomendado. Embriagadas por la alta popularidad que han alcanzado y el grado de movilizaci�n que ha acompa�ado a la ruptura, tender�n a hacer caso omiso de las llamadas a la negociaci�n con las �lites procedentes del antiguo r�gimen y tratar�n de concentrar el mayor grado posible de poder en unas solas manos para hacer frente a lo que consideren amenazas constantes de los enemigos de la democratizaci�n. Lo m�s complicado, en cualquier caso, es que la legitimidad fundacional vinculada a la ruptura conducir�, casi con toda seguridad, a la fundaci�n de una democracia de y para los padres fundadores y sus clientelas, que buscar�n definir las reglas del juego del nuevo r�gimen de tal forma que les permitan perpetuarse en el poder. En estos casos, la prueba de fuego para la nueva democracia ser� la alternancia en el poder.

Frente a las exigencias fundacionales de la ruptura, la reforma propicia el pacto, acuerdo o transacci�n en torno a las reglas del juego de la nueva democracia, en gran parte porque tanto el gobierno como la oposici�n se necesitan mutuamente. No hay, como en el caso de la ruptura, fuertes condicionamientos para propiciar la exclusi�n del contrario. En la reforma, el gobierno no debe buscar la exclusi�n de los partidos de la oposici�n porque los necesita para legitimar el cambio; si la democracia nace de la participaci�n de todos, el trauma que provoque la primera alternancia en el gobierno ser� m�s f�cil de digerir. De este modo, es m�s probable que el ingrediente central para fundar una democracia duradera se d� en un proceso de reforma y no en uno de ruptura: la convicci�n de que s�lo ser� posible una democracia duradera si se basa en unas reglas del juego pactadas. O dicho en palabras de Rustow: �La creaci�n de la democracia requiere que las �lites lleguen a un consenso en relaci�n con los procedimientos y las reglas del juego.� En los procesos de ruptura, proclives a la exclusi�n del contrario, esa premisa es ciertamente dif�cil de cumplir; en esos casos las credenciales democr�ticas suelen estar asociadas a los partidos que anta�o fueron oposici�n y hoy se hacen cargo del gobierno provisional, con lo que dif�cilmente estar�n dispuestos a aceptar La negociaci�n de las reglas deL juego con un adversario al que consideran antidemocr�tico. En esa situaci�n, es bien sencillo que se funde una democracia en la que la mayor�a se sienta con todo eL derecho a imponer sus decisiones al resto; en ese caso, la alternancia, si llega, ser� traum�tica, y es muy posible, incluso, que La nueva mayor�a trate de modificar inmediatamente las reglas del juego a su favor.

EL 3 de noviembre de 1976, dos semanas antes de que Las Cortes aprobaran eL proyecto de Ley para La Reforma Pol�tica presentado por el gobierno de Adolfo Su�rez, Luis Gonz�lez Seara, el director de Diario 16, public� un art�culo titulado de forma muy elocuente: �Apearse del burro�. En �l advert�a que el futuro del proceso que los espa�oles se tra�an entre manos depend�a de que las �lites fueran conscientes de la necesidad de ser realistas y de negociar un pacto para afrontar la fundaci�n de la democracia. El afianzamiento de la v�a reformista pasaba, en su opini�n, por �desmontar la quimera, tanto si la quimera es el continuismo del r�gimen franquista como si se trata del rupturismo revolucionario�. Desmontada la quimera y �apeados del burro� los m�s moderados, durante el a�o 1977 la reforma hizo posible el pacto y la subversi�n radical del anterior sistema pol�tico. Al comprobarse que la v�a reformista era sincera, fue posible que la oposici�n se aviniera a pactar con quienes ven�an del franquismo y lideraban la reforma.

las condiciones del cambio reformista permitieron que unos y otros pudieran renunciar sin demasiados costes a las posiciones maximalistas, dando por bueno que la mejor democracia no iba a ser la que respondiera al ideal de cada cual sino la que menos dividiera a la inmensa mayor�a de los espa�oles. Guillermo O'Donnell lo ha explicado en t�rminos te�ricos: �Ning�n grupo social o politico es lo suficientemente predominante como para imponer a los otros su ?proyecto ideal", y t�picamente el resultado de esto es una ?segunda alternativa" con la que ninguno de los actores se identifica por completo y que no es la que ninguno de ellos anhelaba, pero en torno de la cual todos concuerdan y participan.� En fin, un sistema pol�tico que no se funde en la ruptura y en el que todos los grupos pol�ticos puedan no s�lo convivir sino gobernar. los protagonistas del camino escogido en 1976/77 s�lo ten�an que mirar al pasado espa�ol y europeo para comprender los costes y los riesgos de una democracia construida por unos pocos, conforme a sus ideales y para hacer posibles sus fines ideol�gicos. ... en los setenta no se acumularon todos esos ingredientes propios de un proceso de ruptura que hubieran conducido con toda seguridad a la exclusi�n del contrario y a la fundaci�n de la democracia de la mayor�a.

Por otra parte, a finales de 1976 la reforma permiti�, finalmente, que una parte sustancial de los objetivos de quienes hab�an postulado inicialmente la ruptura fueran alcanzados. Puesto que los que propiciaron la reforma se lo tomaron en serio, y puesto que los demandantes de la ruptura no consiguieron el respaldo suficiente para materializarla, se hizo posible el encuentro entre ambos. la reforma, como queda dicho, favoreci� el pacto, y a trav�s de �l hizo posible la ruptura desde la ley y sin traumas. Al fin y al cabo, como se�al� Joaquin Garrigues Walker durante el mes de octubre de 1976, �reforma y ruptura pueden querer decir las mismas cosas o pueden querer decir cosas completamente distintas�. Que fueran capaces de encontrarse depend�a de que el inicio del proceso no fuera una ruptura traum�tica que expulsara del mismo a una parte demasiado amplia de las �lites pol�ticas.

Sin embargo, ni siquiera el �xito de la reforma depend�a de la reforma misma. Era necesario que la oposici�n comprendiera la oportunidad que le brindaba la v�a abierta por el gobierno. Fue decisivo, en ese sentido, que los dos grandes partidos de la izquierda, el Partido Socialista y el Partido Comunista, admitieran que pod�a llegarse a la ruptura mediante la reforma y la negociaci�n.

Para eso tuvieron que abandonar su primera idea de ruptura. �sta se diferenciaba de lo que verdaderamente ocurri� en una cosa: se basaba en el supuesto de que para salir de la dictadura era necesaria �una presi�n popular de masas� que obligara a los reformistas a tomarse en serio la fundaci�n de la democracia. Carrillo lo ha explicado as� posteriormente: �Quer�amos, porque sab�amos que Espa�a no estaba por la labor de otro enfrentamiento civil, quer�amos una transici�n pacifica. Pero no conceb�amos entonces que se pudiera cambiar un sistema de dictadura fascista sin una acci�n de masas que planteara el problema en la calle y que decidiera a los que entonces llam�bamos reformistas del r�gimen, a romper con la ultraderecha y a llegar a un compromiso con la oposici�n.� los reformistas pudieron hacerse con la hegemon�a del proceso porque convirtieron la reforma en una ruptura constituyente sin apenas condiciones de partida. La oposici�n, por su parte, consigui� sumarse al proyecto reformista a tiempo para influir en el mismo y legitimarlo. lo hist�rico, en cualquier caso, fue la consecuencia de ese cambio de opini�n de la oposici�n: tuvieron que aceptar que la premisa explicada m�s arriba deb�a ser fundamento de la democracia, esto es, que era deseable colocar en un segundo plano las exigencias ideol�gicas y contribuir a fundar el r�gimen que menos dividiera a los espa�oles, �nica v�a para asegurar la paz y la estabilidad pol�tica.

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