ABC 8-01-06
ES un hecho grave e insólito en una democracia madura que un teniente general del Ejército, segundo en su línea de mando y responsable de la Fuerza Terrestre, sea sancionado con un arresto domiciliario y propuesto su cese al Consejo de Ministros por la formulación pública de valoraciones de índole política. Tanto la corrección disciplinaria como la destitución -si acaso la primera pudiera resultar una sobreactuación del ministerio de Defensa- se corresponden con la trascendencia de una situación que José Mena Aguado ha asumido con todas sus consecuencias en la conversación que ayer mantuvo en las dependencias ministeriales. El teniente general jefe de la Fuerza Terrestre no es, sin embargo, un militar de trayectoria dudosa; por el contrario, se trata de un profesional acreditado, al que el propio José Bono encomendó en noviembre de 2004 una misión estratégica en la cadena de mando del Ejército.
Por esta razón, y por la gravedad intrínseca de la situación (habría que remitirse al 23-F para encontrar el precedente de un teniente general bajo arresto domiciliario), el ministro de Defensa debe comparecer en el Congreso, como ha reclamado la oposición, y explicar qué sucede en las Fuerzas Armadas si es cierto -como sostiene José Mena Aguado- que se está produciendo un estado de opinión que ni el ministro ni las más altas jerarquías militares han sido capaces de detectar y, en su caso, desactivar.
Surge ahora, tras el reproche a la conducta del teniente general sancionado, la procedencia de recordar la teoría de la responsabilidad política, que consiste, simplemente, en aquélla que contraen los superiores, jerárquicos y políticos, por las acciones y omisiones de sus subordinados, en particular, cuando, como en este caso, se trata de aquéllos que ocupan cargos de libre designación.
José Bono -que con tanto ahínco ha perseguido la responsabilidad de Federico Trillo, su antecesor en el cargo, por el accidente del Yakolev 42- no habrá de extrañarse de que el Partido Popular reclame su comparecencia para que en sede parlamentaria explique cómo pudo ocurrir este desafortunado episodio. Causa perplejidad que ni el Jefe del Estado Mayor de la Defensa, ni el Jefe del Estado Mayor del Ejército, ni el ministro de Defensa tuvieran noticia o aviso del campanazo del teniente general Mena Aguado. Y ruboriza que mientras José Bono se jactaba ante Su Majestad el Rey, Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, de la sintonía de sus mandos con la sociedad civil y la clase política, el teniente general le desmintiese desde la capitanía general de Sevilla. En estas circunstancias, los indicios parecen avalar la tesis del PP, que reclama urgentes aclaraciones.
Lo de menos es que haya sido el ministro de Defensa quien más se haya referido al artículo octavo de la Constitución -lo hizo de manera amplia y explícita el 8 de diciembre de 2004 en la Academia de Infantería de Toledo ante el mismo presidente del Gobierno y los altos mandos militares-, porque, en definitiva, está legitimado para hacerlo, aunque en muchas ocasiones abuse en su afán de notoriedad; lo realmente sustancial es que ni su Ministerio ni el Estado Mayor han valorado el impacto que determinadas medidas gubernamentales están provocando no sólo en las Fuerzas Armadas, sino también en otros estamentos y ámbitos sociales. Porque el Ejecutivo no debe confundirse: la práctica unanimidad en reclamar disciplina y profesionalidad extremas a los mandos militares -y, por lo tanto, la corrección disciplinaria si así no se conducen- no implica en modo alguno respaldar su entendimiento con las fuerzas nacionalistas, que, como las catalanas, están planteando un jaque mate a la Constitución de 1978.
Defender la Carta Magna consiste en propugnar que cada cual asuma su responsabilidad -y la de los militares se subordina al poder civil- y, también, recordarle al Gobierno cuál es la suya. Y entre las que al Ejecutivo corresponden se cuentan las de dar estabilidad y evitar innecesarias inquietudes a la sociedad española. Por eso, si se supone que con la «ejemplaridad» de la sanción y la destitución del teniente general Mena Aguado, el Gobierno, y Defensa en concreto, ha resuelto el expediente, se incurriría en una grave confusión. En este asunto media una responsabilidad política -una culpa in vigilando- que hay que depurar.
Por esta razón, y por la gravedad intrínseca de la situación (habría que remitirse al 23-F para encontrar el precedente de un teniente general bajo arresto domiciliario), el ministro de Defensa debe comparecer en el Congreso, como ha reclamado la oposición, y explicar qué sucede en las Fuerzas Armadas si es cierto -como sostiene José Mena Aguado- que se está produciendo un estado de opinión que ni el ministro ni las más altas jerarquías militares han sido capaces de detectar y, en su caso, desactivar.
Surge ahora, tras el reproche a la conducta del teniente general sancionado, la procedencia de recordar la teoría de la responsabilidad política, que consiste, simplemente, en aquélla que contraen los superiores, jerárquicos y políticos, por las acciones y omisiones de sus subordinados, en particular, cuando, como en este caso, se trata de aquéllos que ocupan cargos de libre designación.
José Bono -que con tanto ahínco ha perseguido la responsabilidad de Federico Trillo, su antecesor en el cargo, por el accidente del Yakolev 42- no habrá de extrañarse de que el Partido Popular reclame su comparecencia para que en sede parlamentaria explique cómo pudo ocurrir este desafortunado episodio. Causa perplejidad que ni el Jefe del Estado Mayor de la Defensa, ni el Jefe del Estado Mayor del Ejército, ni el ministro de Defensa tuvieran noticia o aviso del campanazo del teniente general Mena Aguado. Y ruboriza que mientras José Bono se jactaba ante Su Majestad el Rey, Jefe Supremo de las Fuerzas Armadas, de la sintonía de sus mandos con la sociedad civil y la clase política, el teniente general le desmintiese desde la capitanía general de Sevilla. En estas circunstancias, los indicios parecen avalar la tesis del PP, que reclama urgentes aclaraciones.
Lo de menos es que haya sido el ministro de Defensa quien más se haya referido al artículo octavo de la Constitución -lo hizo de manera amplia y explícita el 8 de diciembre de 2004 en la Academia de Infantería de Toledo ante el mismo presidente del Gobierno y los altos mandos militares-, porque, en definitiva, está legitimado para hacerlo, aunque en muchas ocasiones abuse en su afán de notoriedad; lo realmente sustancial es que ni su Ministerio ni el Estado Mayor han valorado el impacto que determinadas medidas gubernamentales están provocando no sólo en las Fuerzas Armadas, sino también en otros estamentos y ámbitos sociales. Porque el Ejecutivo no debe confundirse: la práctica unanimidad en reclamar disciplina y profesionalidad extremas a los mandos militares -y, por lo tanto, la corrección disciplinaria si así no se conducen- no implica en modo alguno respaldar su entendimiento con las fuerzas nacionalistas, que, como las catalanas, están planteando un jaque mate a la Constitución de 1978.
Defender la Carta Magna consiste en propugnar que cada cual asuma su responsabilidad -y la de los militares se subordina al poder civil- y, también, recordarle al Gobierno cuál es la suya. Y entre las que al Ejecutivo corresponden se cuentan las de dar estabilidad y evitar innecesarias inquietudes a la sociedad española. Por eso, si se supone que con la «ejemplaridad» de la sanción y la destitución del teniente general Mena Aguado, el Gobierno, y Defensa en concreto, ha resuelto el expediente, se incurriría en una grave confusión. En este asunto media una responsabilidad política -una culpa in vigilando- que hay que depurar.
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