Luis Daniel Izpizua
27/01/2006
EL PAÍS/PAÍS VASCO
¿Es España una idea valiosa, algo que merezca la pena defender? Sé que mi pregunta puede resultar capciosa, sobre todo en función del objetivo que se propone. Ningún país se plantea su existencia en esos términos. Por otra parte, España es una realidad y no una idea, no al menos en el sentido de propósito, de algo a alcanzar, que se le suele dar a esa palabra. Se puede tener, sin embargo, una idea de una realidad con ánimo de moldearla, de otorgarle una dirección, con lo que se le reconoce su naturaleza dinámica. Además, ha sido habitual estos últimos años que algunos reprobaran a otros por carecer de una idea de España, reproche que encerraba la acusación de que no reconocieran una realidad, la de España, a la que implícitamente se le otorgaba una naturaleza estática: no tener una idea de España significaba en esos casos ignorar una realidad que llevaba ya adherida la idea unívoca de su inmutable existencia. Hablemos, pues, de la idea de España, un ámbito de discusión impropio de los países sólidamente constituidos, que no suelen elevar su indiscutible realidad a idea, salvo que la vean seriamente amenazada. ¿Es éste nuestro caso?
Es evidente que nuestro país sufre tensiones secesionistas. No es preciso juzgar intenciones para saberlo, ya que un importante porcentaje de ciudadanos de Euskadi y de Cataluña manifiestan ese deseo de forma explícita, y el anhelo de secesión guía la actuación política de los partidos nacionalistas de esas comunidades. La importancia de estos anhelos regionales ha generado tensiones políticas en nuestro país en el último siglo y es ahora mismo la causa de la crisis de identidad que atravesamos. Si nos planteamos la idea de España, es porque hay un sector relevante de españoles que no aceptan su realidad. Naturalmente, podemos cuestionar como falaces las pretensiones de quienes cuestionan la realidad española, de quienes fabulan sobre una existencia política anterior a ésta. En ese conflicto entre realidades sustanciales originarias podríamos vencer, pero dudo de que lográramos convencer, es decir, erradicar el problema.
Es muy posible que la situación española actual (social, económica, incluso antropológica) sea lo suficientemente integradora como para resolver el problema por sí misma, y que las tensiones que vivimos sean inerciales y fruto del deseo de poder de determinadas elites políticas. Hasta podríamos concluir que su virulencia emana de las mismas medidas que se han adoptado para solucionarlas: siempre quedan cortas para unas elites que se fortalecen con ellas. Los nacionalismos sí tienen una idea de España, o de lo que denominan Estado español, una idea acomodaticia y reivindicativa que hace del país grande una fatalidad histórica sólo soportable en términos de comodidad, es decir, en función del beneficio. Quieren sentirse cómodos en el seno de una realidad que, en principio, les sería perjudicial: se sacrifican por el bien común, pero no están dispuestos a tanto sacrificio. El argumento -y es ése el que subyace en toda su retórica- es falso, pero es el que les permite alcanzar comodidades para seguir sintiéndose incómodos. De ahí que su idea de España resulte deletérea, ya que consiste en crear una realidad en la que nos sintamos tan cómodos que ya no nos necesitemos unos a otros.
Ignoro cómo se puede romper ese círculo vicioso ni si hay forma alguna de romperlo. Si España es una idea valiosa -y creo que lo es-, tendremos que convencernos de ello y actuar en consecuencia. Es decir, tendremos que ultimar una realidad institucional que canalice las tensiones que van a derivarse de nuestra particular idiosincrasia e impida los aventurerismos y chapuzas, de los que son muestra última el plan Ibarretxe y la redacción inicial del Estatut. Y esto no se consigue enfrentando a unas comunidades con otras o a las más díscolas con el resto. Se precisan unas reglas de juego claras y guiadas por la lealtad.
27/01/2006
EL PAÍS/PAÍS VASCO
¿Es España una idea valiosa, algo que merezca la pena defender? Sé que mi pregunta puede resultar capciosa, sobre todo en función del objetivo que se propone. Ningún país se plantea su existencia en esos términos. Por otra parte, España es una realidad y no una idea, no al menos en el sentido de propósito, de algo a alcanzar, que se le suele dar a esa palabra. Se puede tener, sin embargo, una idea de una realidad con ánimo de moldearla, de otorgarle una dirección, con lo que se le reconoce su naturaleza dinámica. Además, ha sido habitual estos últimos años que algunos reprobaran a otros por carecer de una idea de España, reproche que encerraba la acusación de que no reconocieran una realidad, la de España, a la que implícitamente se le otorgaba una naturaleza estática: no tener una idea de España significaba en esos casos ignorar una realidad que llevaba ya adherida la idea unívoca de su inmutable existencia. Hablemos, pues, de la idea de España, un ámbito de discusión impropio de los países sólidamente constituidos, que no suelen elevar su indiscutible realidad a idea, salvo que la vean seriamente amenazada. ¿Es éste nuestro caso?
Es evidente que nuestro país sufre tensiones secesionistas. No es preciso juzgar intenciones para saberlo, ya que un importante porcentaje de ciudadanos de Euskadi y de Cataluña manifiestan ese deseo de forma explícita, y el anhelo de secesión guía la actuación política de los partidos nacionalistas de esas comunidades. La importancia de estos anhelos regionales ha generado tensiones políticas en nuestro país en el último siglo y es ahora mismo la causa de la crisis de identidad que atravesamos. Si nos planteamos la idea de España, es porque hay un sector relevante de españoles que no aceptan su realidad. Naturalmente, podemos cuestionar como falaces las pretensiones de quienes cuestionan la realidad española, de quienes fabulan sobre una existencia política anterior a ésta. En ese conflicto entre realidades sustanciales originarias podríamos vencer, pero dudo de que lográramos convencer, es decir, erradicar el problema.
Es muy posible que la situación española actual (social, económica, incluso antropológica) sea lo suficientemente integradora como para resolver el problema por sí misma, y que las tensiones que vivimos sean inerciales y fruto del deseo de poder de determinadas elites políticas. Hasta podríamos concluir que su virulencia emana de las mismas medidas que se han adoptado para solucionarlas: siempre quedan cortas para unas elites que se fortalecen con ellas. Los nacionalismos sí tienen una idea de España, o de lo que denominan Estado español, una idea acomodaticia y reivindicativa que hace del país grande una fatalidad histórica sólo soportable en términos de comodidad, es decir, en función del beneficio. Quieren sentirse cómodos en el seno de una realidad que, en principio, les sería perjudicial: se sacrifican por el bien común, pero no están dispuestos a tanto sacrificio. El argumento -y es ése el que subyace en toda su retórica- es falso, pero es el que les permite alcanzar comodidades para seguir sintiéndose incómodos. De ahí que su idea de España resulte deletérea, ya que consiste en crear una realidad en la que nos sintamos tan cómodos que ya no nos necesitemos unos a otros.
Ignoro cómo se puede romper ese círculo vicioso ni si hay forma alguna de romperlo. Si España es una idea valiosa -y creo que lo es-, tendremos que convencernos de ello y actuar en consecuencia. Es decir, tendremos que ultimar una realidad institucional que canalice las tensiones que van a derivarse de nuestra particular idiosincrasia e impida los aventurerismos y chapuzas, de los que son muestra última el plan Ibarretxe y la redacción inicial del Estatut. Y esto no se consigue enfrentando a unas comunidades con otras o a las más díscolas con el resto. Se precisan unas reglas de juego claras y guiadas por la lealtad.
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