Por IGNACIO CAMACHO
LO peor es la fractura. La doble fractura, sentimental y moral, que este proceso superfluo y estéril ha provocado sin necesidad en el tejido invisible de la convivencia. Sentimental porque este debate de enconos, lejos de anclar a Cataluña en España, como proclaman sus triunfalistas arúspices, ha abierto una brecha quizá definitiva de alejamientos e incomprensiones. Moral porque para muchos españoles, votantes o simpatizantes de la izquierda, esta crisis les coloca ante una encrucijada de convicciones que les obliga a elegir entre su ideología y su conciencia, entre su partido y su nación.
Al apostar de modo terminante por la alianza con el nacionalismo, Zapatero sitúa a gran parte de su electorado a contraviento de su tendencia natural. Con mejores o peores razones, la izquierda sólo encuentra su razón de ser en una opción por la igualdad contra los privilegios, sean éstos de ciudadanos, de corporaciones, de clases o de territorios. Y para eso se necesita un Estado capaz de redistribuir recursos y servicios, incompatible con esta alborozada confederalidad que adelgaza hasta la anorexia el modelo solidario y lo subvierte en una amalgama de nacioncitas rampantes, egoístas y ensimismadas.
Pero el presidente ha trazado una estrategia que cambia ideología por hegemonía, equidad por poder, y ha cambiado las reglas del juego dejando a la izquierda que se siente y se quiere española en una especie de perpleja orfandad moral que la empujará a la abstención o a votar con la nariz tapada, y que acabará perjudicando al propio sistema democrático. Al final, la única razón real por la que el Gobierno ha sacado adelante el Estatuto catalán es la de aislar al PP mediante una alianza que echa por las piedras el carro de los principios nacionales del proyecto socialista. Puede obtener con ello réditos inmediatos -el «caso Piqué» es una muestra-, pero ahonda un desencuentro de fondo que va a tener consecuencias nefastas en el equilibrio de la concordia civil, rota de modo artificial y arbitrario.
Como las va a tener la otra gran falla que ya se aprecia en el paisaje sociológico, la que cava una grieta sentimental entre Cataluña y el resto, la que siembra de desavenencia y sospecha una relación históricamente frágil y desconfiada. Rajoy propone un improbable referéndum nacional porque sabe que una España irritada diría mayoritariamente que no a una aventura antiigualitaria. Por esa misma razón jamás lo aceptará Zapatero, y por eso su responsabilidad es tan profunda como el calado de su error esencial: porque siendo el jefe del Gobierno de toda España ha preferido actuar sólo a conveniencia de partes, y de qué partes. Y está enfrentando -él y sólo él, que es el llamado a tomar las decisiones- no sólo a Cataluña y España, sino a los españoles entre sí mismos. Aun en el caso de que le sirva para afianzarse en el poder, que está por demostrar, debería meditar si esa estrategia merece el precio de una herida tan grave.
LO peor es la fractura. La doble fractura, sentimental y moral, que este proceso superfluo y estéril ha provocado sin necesidad en el tejido invisible de la convivencia. Sentimental porque este debate de enconos, lejos de anclar a Cataluña en España, como proclaman sus triunfalistas arúspices, ha abierto una brecha quizá definitiva de alejamientos e incomprensiones. Moral porque para muchos españoles, votantes o simpatizantes de la izquierda, esta crisis les coloca ante una encrucijada de convicciones que les obliga a elegir entre su ideología y su conciencia, entre su partido y su nación.
Al apostar de modo terminante por la alianza con el nacionalismo, Zapatero sitúa a gran parte de su electorado a contraviento de su tendencia natural. Con mejores o peores razones, la izquierda sólo encuentra su razón de ser en una opción por la igualdad contra los privilegios, sean éstos de ciudadanos, de corporaciones, de clases o de territorios. Y para eso se necesita un Estado capaz de redistribuir recursos y servicios, incompatible con esta alborozada confederalidad que adelgaza hasta la anorexia el modelo solidario y lo subvierte en una amalgama de nacioncitas rampantes, egoístas y ensimismadas.
Pero el presidente ha trazado una estrategia que cambia ideología por hegemonía, equidad por poder, y ha cambiado las reglas del juego dejando a la izquierda que se siente y se quiere española en una especie de perpleja orfandad moral que la empujará a la abstención o a votar con la nariz tapada, y que acabará perjudicando al propio sistema democrático. Al final, la única razón real por la que el Gobierno ha sacado adelante el Estatuto catalán es la de aislar al PP mediante una alianza que echa por las piedras el carro de los principios nacionales del proyecto socialista. Puede obtener con ello réditos inmediatos -el «caso Piqué» es una muestra-, pero ahonda un desencuentro de fondo que va a tener consecuencias nefastas en el equilibrio de la concordia civil, rota de modo artificial y arbitrario.
Como las va a tener la otra gran falla que ya se aprecia en el paisaje sociológico, la que cava una grieta sentimental entre Cataluña y el resto, la que siembra de desavenencia y sospecha una relación históricamente frágil y desconfiada. Rajoy propone un improbable referéndum nacional porque sabe que una España irritada diría mayoritariamente que no a una aventura antiigualitaria. Por esa misma razón jamás lo aceptará Zapatero, y por eso su responsabilidad es tan profunda como el calado de su error esencial: porque siendo el jefe del Gobierno de toda España ha preferido actuar sólo a conveniencia de partes, y de qué partes. Y está enfrentando -él y sólo él, que es el llamado a tomar las decisiones- no sólo a Cataluña y España, sino a los españoles entre sí mismos. Aun en el caso de que le sirva para afianzarse en el poder, que está por demostrar, debería meditar si esa estrategia merece el precio de una herida tan grave.
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