CARTA DEL DIRECTOR
PEDRO J. RAMIREZ
Sostiene Pettit que «para la tradición republicana el precio de la libertad es la vigilancia perenne». Sostiene Pettit que eso implica mantener «una desconfianza perenne y una pauta exigente de expectativas respecto a las autoridades». Y sostiene Pettit que esas autoridades «deben seguir ciertos procedimientos, por ejemplo aceptar las críticas de sus actos procedentes de los medios de comunicación».
Así que no nos tuerza el gesto el señor presidente -y menos durante una recepción al cuerpo diplomático- porque durante cuatro días consecutivos hayamos empezado a poner de manifiesto los abusos del nacionalismo lingüístico que él va a contribuir a potenciar al aceptar la introducción de al menos siete modificaciones del rango legal del catalán en el texto del nuevo Estatuto. Por desgracia para los ciudadanos de Cataluña -y para la estela que Zapatero dejará en la Historia de España- ese no es «un problema que le preocupa sólo a un periódico», sino que se trata de una fuente constante de interferencia y de dominación del poder político sobre la vida cotidiana de las personas. Repito: de interferencia y de dominación.
En esa «vigilancia perenne» que predica el profeta del «republicanismo cívico» está, paradójicamente, la clave de que, para exasperación de una parte de nuestros lectores, desde este periódico hayamos concedido hasta ahora en términos globales el beneficio de la duda al presidente. Pettit es un pensador original, pero un escritor político adusto, casi espartano, que raras veces alivia la meditación con la sonrisa. Sin embargo, cuando lo hace resulta especialmente brillante. Así, al evocar el más tonto de los chistes -«¿Toca usted el piano? No lo sé, nunca lo he intentado»- aclara con gran lucidez que lo que debe preocuparnos como ciudadanos no es que exista un gobernante con una «capacidad virtual» de actuar en un determinado sentido, sino que la experiencia demuestre que se trata de una «capacidad real, más o menos pronta a ser ejercida».
Precisamente porque desde que llegó al poder no le hemos quitado el ojo de encima, yo me he mostrado siempre reacio a corroborar de plano esos axiomas descalificadores que enseguida brotaron por doquier. A la pregunta ¿es Zapatero un irresponsable sin escrúpulos, dispuesto a lo que sea con tal de imponer su conveniencia?, mi respuesta sólo podía ser: no lo sé, hasta ahora nunca lo ha intentado. Detrás de esta paráfrasis se aúnan la circunstancia de que antes de llegar a La Moncloa jamás había ejercido ningún cargo público y el hecho de que durante sus 20 primeros meses en el poder en realidad Zapatero se ha dedicado a dar patadas hacia delante al balón de los grandes asuntos que ahora están a punto de perforar la portería del Estado. Es verdad que se iba produciendo una progresión muy inquietante en la peor dirección, pero eso sólo permitía admitir que, efectivamente, ese chico tenía dedos de pianista. Lo de que luego, a la hora de la verdad, tocara el piano o no, eso estaba por ver.
Bien, los primeros acordes están ya sonando y no proceden del violinista en el tejado. Zapatero se ha sentado por fin ante el teclado y ha comenzado la fase de ejecución de esa partitura que hasta ahora sólo habíamos podido escudriñar con inquietud por encima de su hombro. Habrá que mantener la cortesía propia de toda sala de conciertos, conteniendo las toses y carraspeos hasta el final de cada movimiento y no dando rienda suelta a los pateos y abucheos sino cuando concluya cada pieza, pero he de decir que esto suena insoportablemente mal y que en el momento en que se desencadena la acción el modo de gobernar de Zapatero es al «republicanismo cívico» lo que un coro de maullidos de gato a un recital de Daniel Barenboim.
Su apenas camuflado anuncio de que autorizará la OPA contra Endesa pese a que el Tribunal de Defensa de la Competencia ha sentenciado que eso producirá «daños irreversibles» para los consumidores, sus ejercicios de prestidigitación respecto a las gravísimas concesiones que sobre la lengua, la identidad nacional y el blindaje de competencias están a punto de consumarse en la negociación del Estatuto y su argumentación eutrapélica a favor de la celebración del congreso de Batasuna han terminado por configurar una auténtica semana de pasión para los valores constitucionales, la seguridad jurídica y la calidad de la democracia deliberativa en España.
Si hay un demonio al que Pettit acosa y exorciza en cada meandro del río de su doctrina política es el de la «arbitrariedad», llegando incluso a glosar a Santo Tomás Paine -el liberal acusado de igualitarista que votó contra la ejecución de Luis XVI con el mismo coraje con el que contribuyó a su derrocamiento y participó en la redacción de la primera Constitución republicana sin siquiera saber francés- para subrayar con seca severidad que «lo que se requiere es que el poder se ejerza de manera tal que atienda al bienestar y a la visión del mundo del público, no al bienestar y a la visión del mundo de sus detentadores».
Y también da la receta: frente a esa «arbitrariedad» que, por una ley tan infalible como la de la gravedad, tiende a adquirir siempre «carácter banderizo y faccional», Pettit recomienda «restricciones», «restricciones» y más «restricciones». Es decir, mecanismos que empujen al gobernante a privarse de aquellas cosas que aunque puede hacer no debe hacer. Puesto que la semana pasada ya expliqué la importancia que dentro de ese esquema otorga a «comisiones» del estilo del Tribunal de la Competencia -llega a decir que «a menudo pueden ser nuestra mejor esperanza de lograr decisiones tomadas sobre bases no arbitrarias»-, hoy nos toca extraer las pertinentes conclusiones del hecho de que Zapatero haya decidido soslayar un dictamen tan inequívoco como el que le pide que prohíba la OPA.
Lo que más asusta e irrita de tal acto de «decisionismo» -el palabro no es esta vez de Pettit sino de Felipe González al describir con admiración el tirar por la calle de en medio de Craxi- es su orfandad intelectual. No es cierto, como alega el presidente, que el Gobierno se encuentre ante dos dictámenes contrapuestos de peso equivalente. La Comisión de la Energía tiene un ámbito mucho más restringido y un rango claramente menor que el TDC y, además, la flagrante incompatibilidad moral de Maite Costa viene a mermar la consistencia de lo obtenido con su voto decisivo.Ojo con que nadie sea -o parezca- «a la vez juez y parte, o a la vez juez y jurado», advierte enfáticamente Pettit. No podía imaginar que una ex diputada del PSC que limita al norte con el ministro Montilla y al sur de la semana con el grupo industrial de la Caixa, pudiera llegar a desempeñar simultáneamente los tres roles.
Más banal es aún la doctrina del campeón nacional -tengamos una superempresa con la que competir en el extranjero- sobre la que aterriza el presidente después de que durante dos décadas Solbes, Fernández Ordóñez y compañía hayan llevado a un PSOE teóricamente mucho más intervencionista que el actual por la senda virtuosa del derecho de la competencia. Al margen de que, como bien protesta Pizarro, para jugar a sietemachos ya está Endesa, si ése hubiera sido el diseño, más habría valido mantenerla en el sector público español que no traspasarla a un camuflado sector público catalán, justo en un momento en que tantas otras cosas -¿verdad, queridos salmantinos?- se trasfieren también a Cataluña.
Los hechos demuestran que el verdadero vicepresidente económico es José Montilla -tal vez el ministro más nefasto y políticamente dañino de cuantos ha tenido la democracia- porque domina y acarrea los escaños del PSC y gestiona el oneroso contrato de alquiler de los de Esquerra. El crédito perdonado al capitán de capitanes se convertirá así en el más rentable de la historia de la Caixa y al pobre Solbes sólo le quedará la coartada de imponer unas condiciones supuestamente duras que, en la medida en que en realidad lo sean, luego no se cumplirán en absoluto, tal y como ha quedado patente en el caso de la fusión digital.
Hablar del «interés general» cuando en la práctica se está entregando a una mafia político-empresarial la presa exigida y definida en el Pacto del Tinell no es sino uno de los vacuos sarcasmos que el presidente viene enhebrando en estos días. Zapatero está amontillado, ¿quién lo desamontillará? Como no hay peor lapa que un sirviente que se hace imprescindible, el desamontillador que lo desamontille buen desamontillador será. Pero que nadie busque a ese hombre providencial ni en el Consejo de Ministros, ni en la Ejecutiva del PSOE, ni en sus plataformas de poder parlamentario porque los anhelos inútiles sólo pueden conducir a la melancolía.
¡Cuántas pocas caras nuevas ha traído en definitiva ZP! Quienes convivieron sin siquiera despeinarse con los terribles episodios del felipismo no van ahora a sentir la menor zozobra por que se actúe en contra de todos los criterios proclamados respecto a la competencia y al sector energético para «decidir ad hoc» -pecado mortal según Pettit- lo que en definitiva es la mitad de la factura que Maragall viene reclamando desde que el PSC hizo ganar a Zapatero el Congreso del PSOE frente a Bono.
Y lo que es peor: al margen de los esfuerzos del ministro de Defensa por preservar la operatividad lingüística de los ejércitos, ninguno de esos barones socialistas parece tener la suficiente fuerza y autonomía personal para ir más allá de los mohines, incluso cuando la otra mitad de la deuda está a punto de abonarse con cargo al deshilachamiento de la soberanía nacional y la grave mella de los derechos individuales de varios millones de españoles.
Si su condescendencia de hace una década ha dejado el incómodo rescoldo de un reproche moral en la memoria colectiva, su claudicación de estos días supone una patética expresión de impotencia política.Porque, en definitiva, aquel fin que justificaba aquellos medios desviados, era un proyecto socialdemócrata enfocado hacia la modernización de España mediante su apertura al exterior. Ahora el mirar para otro lado se produce al servicio de la idolatría nacionalista que Maragall ha abrazado como mística y Montilla como logística. El suyo sí que es un «socialismo de agua y gas», como recuerda Pettit que se solía decir de los fabianos; sólo que orientado no al interés de los usuarios sino al de la razón social. Con Montilla el margen ya no es para la sorpresa, sino para la alternancia: unas veces favorece a Aguas de Barcelona y otras a Gas Natural.
Y así es como el agnóstico Zapatero, en lugar de fomentar la libertad de cultos políticos protegida por nuestra Constitución, asciende a presentar sus ofrendas ante el altar del nacionalismo insolidario y excluyente, como hiciera Robespierre ante el erigido en honor de aquel panteísta Ser Supremo que servía para sustituir al Dios de la religión establecida. Los manes del indomable pueblo catalán le acogen benévolos entre un coro de canciones y poemas, mientras aguardan a que entregue el oro de la financiación, el incienso del reconocimiento de su identidad como nación y la mirra de la imposición obligatoria del catalán. Sabino Arana aguarda su turno en el montículo de al lado con dos trabucos, un hacha y una serpiente encima de la mesa.
Aporreando como haría la bruja novata los teclados del Derecho, la retórica y hasta el sentido común, Zapatero trata de tranquilizarnos alegando que la violación sólo será con la puntita porque la nueva nación no pasará del preámbulo y eso permite descartar el embarazo no deseado de una destructiva criatura con futuras exigencias bajo el brazo. Sin tiempo para reponernos el presidente añade que aunque conocer el catalán será un «deber» nadie estará obligado a cumplirlo («¡viva la seguridad jurídica!», claman al unísono los comerciantes multados por no rotular en catalán, los profesores amenazados de sanción por hablar castellano en el recreo y los pacientes cuyo historial médico ha sido profanado por la subcontrata de la policía lingüística). Y para terminar de convertir en fosfatina hasta las más empíricas certidumbres, Zapatero remata la faena arguyendo que aunque Batasuna sea ilegal, todos y cada uno de sus dirigentes conservan intacto el derecho de reunirse, incluso si la convocatoria se realiza bajo esa propia razón social.
Comprendo que el presidente trate de preservar su sueño imposible de un proceso de paz sin coste político frente a las propias provocaciones de sus inevitables protagonistas. Incluso puede estar llegando el momento de reconocer que el PCTV -aun compartiendo la misma ideología y cumpliendo la misma misión que Batasuna- no está acumulando en el Parlamento vasco los motivos de ilegalización que todos pronosticábamos. Entre otras cosas porque la estrategia del conglomerado etarra es ahora diferente a la de los años de plomo y porque es la propia Batasuna la que sigue representándose a sí misma ante la sociedad vasca gracias a la tolerancia gubernamental.
Pero es que ahí está la madre del cordero. Batasuna es ilegal, pero continúa comportándose como si no lo fuera y, de hecho, antes que celebrar un congreso, lo que pretenden sus dirigentes es insistir en la vieja doctrina de ETA sobre las «contradicciones internas» del sistema constitucional español para poner en evidencia la inviabilidad de nuestro Estado de Derecho. Si lo que les importara fuera ejercer su libertad de reunión convocarían el congreso bajo otro nombre. Como lo que pretenden es destruir las nuestras -no ha podido ser más certera la cita de Montesquieu por Peces-Barba- lo hacen, provocativamente, bajo el de Batasuna.
Ni la Audiencia Nacional, ni el Tribunal Supremo pueden hacer suyos el sofisma presidencial asumido por un cada vez más desvergonzado fiscal general del Estado: puesto que Batasuna ya no existe, es imposible que convoque un congreso y por lo tanto no ha lugar a que se lo prohibamos. A ver cómo explica Zapatero en el Parlamento esta escalera musical, junto a los divertimentos sobre la nación que está pero no está o los deberes que a nadie obligan, sin que podamos reprocharle que lleva puesto el anillo de Giges.
¿El anillo de Giges? Aplazo para la próxima semana el contarles esa historia, pero les adelanto que se trata del atributo de un tirano.
pedroj.ramirez@el-mundo.es
PEDRO J. RAMIREZ
Sostiene Pettit que «para la tradición republicana el precio de la libertad es la vigilancia perenne». Sostiene Pettit que eso implica mantener «una desconfianza perenne y una pauta exigente de expectativas respecto a las autoridades». Y sostiene Pettit que esas autoridades «deben seguir ciertos procedimientos, por ejemplo aceptar las críticas de sus actos procedentes de los medios de comunicación».
Así que no nos tuerza el gesto el señor presidente -y menos durante una recepción al cuerpo diplomático- porque durante cuatro días consecutivos hayamos empezado a poner de manifiesto los abusos del nacionalismo lingüístico que él va a contribuir a potenciar al aceptar la introducción de al menos siete modificaciones del rango legal del catalán en el texto del nuevo Estatuto. Por desgracia para los ciudadanos de Cataluña -y para la estela que Zapatero dejará en la Historia de España- ese no es «un problema que le preocupa sólo a un periódico», sino que se trata de una fuente constante de interferencia y de dominación del poder político sobre la vida cotidiana de las personas. Repito: de interferencia y de dominación.
En esa «vigilancia perenne» que predica el profeta del «republicanismo cívico» está, paradójicamente, la clave de que, para exasperación de una parte de nuestros lectores, desde este periódico hayamos concedido hasta ahora en términos globales el beneficio de la duda al presidente. Pettit es un pensador original, pero un escritor político adusto, casi espartano, que raras veces alivia la meditación con la sonrisa. Sin embargo, cuando lo hace resulta especialmente brillante. Así, al evocar el más tonto de los chistes -«¿Toca usted el piano? No lo sé, nunca lo he intentado»- aclara con gran lucidez que lo que debe preocuparnos como ciudadanos no es que exista un gobernante con una «capacidad virtual» de actuar en un determinado sentido, sino que la experiencia demuestre que se trata de una «capacidad real, más o menos pronta a ser ejercida».
Precisamente porque desde que llegó al poder no le hemos quitado el ojo de encima, yo me he mostrado siempre reacio a corroborar de plano esos axiomas descalificadores que enseguida brotaron por doquier. A la pregunta ¿es Zapatero un irresponsable sin escrúpulos, dispuesto a lo que sea con tal de imponer su conveniencia?, mi respuesta sólo podía ser: no lo sé, hasta ahora nunca lo ha intentado. Detrás de esta paráfrasis se aúnan la circunstancia de que antes de llegar a La Moncloa jamás había ejercido ningún cargo público y el hecho de que durante sus 20 primeros meses en el poder en realidad Zapatero se ha dedicado a dar patadas hacia delante al balón de los grandes asuntos que ahora están a punto de perforar la portería del Estado. Es verdad que se iba produciendo una progresión muy inquietante en la peor dirección, pero eso sólo permitía admitir que, efectivamente, ese chico tenía dedos de pianista. Lo de que luego, a la hora de la verdad, tocara el piano o no, eso estaba por ver.
Bien, los primeros acordes están ya sonando y no proceden del violinista en el tejado. Zapatero se ha sentado por fin ante el teclado y ha comenzado la fase de ejecución de esa partitura que hasta ahora sólo habíamos podido escudriñar con inquietud por encima de su hombro. Habrá que mantener la cortesía propia de toda sala de conciertos, conteniendo las toses y carraspeos hasta el final de cada movimiento y no dando rienda suelta a los pateos y abucheos sino cuando concluya cada pieza, pero he de decir que esto suena insoportablemente mal y que en el momento en que se desencadena la acción el modo de gobernar de Zapatero es al «republicanismo cívico» lo que un coro de maullidos de gato a un recital de Daniel Barenboim.
Su apenas camuflado anuncio de que autorizará la OPA contra Endesa pese a que el Tribunal de Defensa de la Competencia ha sentenciado que eso producirá «daños irreversibles» para los consumidores, sus ejercicios de prestidigitación respecto a las gravísimas concesiones que sobre la lengua, la identidad nacional y el blindaje de competencias están a punto de consumarse en la negociación del Estatuto y su argumentación eutrapélica a favor de la celebración del congreso de Batasuna han terminado por configurar una auténtica semana de pasión para los valores constitucionales, la seguridad jurídica y la calidad de la democracia deliberativa en España.
Si hay un demonio al que Pettit acosa y exorciza en cada meandro del río de su doctrina política es el de la «arbitrariedad», llegando incluso a glosar a Santo Tomás Paine -el liberal acusado de igualitarista que votó contra la ejecución de Luis XVI con el mismo coraje con el que contribuyó a su derrocamiento y participó en la redacción de la primera Constitución republicana sin siquiera saber francés- para subrayar con seca severidad que «lo que se requiere es que el poder se ejerza de manera tal que atienda al bienestar y a la visión del mundo del público, no al bienestar y a la visión del mundo de sus detentadores».
Y también da la receta: frente a esa «arbitrariedad» que, por una ley tan infalible como la de la gravedad, tiende a adquirir siempre «carácter banderizo y faccional», Pettit recomienda «restricciones», «restricciones» y más «restricciones». Es decir, mecanismos que empujen al gobernante a privarse de aquellas cosas que aunque puede hacer no debe hacer. Puesto que la semana pasada ya expliqué la importancia que dentro de ese esquema otorga a «comisiones» del estilo del Tribunal de la Competencia -llega a decir que «a menudo pueden ser nuestra mejor esperanza de lograr decisiones tomadas sobre bases no arbitrarias»-, hoy nos toca extraer las pertinentes conclusiones del hecho de que Zapatero haya decidido soslayar un dictamen tan inequívoco como el que le pide que prohíba la OPA.
Lo que más asusta e irrita de tal acto de «decisionismo» -el palabro no es esta vez de Pettit sino de Felipe González al describir con admiración el tirar por la calle de en medio de Craxi- es su orfandad intelectual. No es cierto, como alega el presidente, que el Gobierno se encuentre ante dos dictámenes contrapuestos de peso equivalente. La Comisión de la Energía tiene un ámbito mucho más restringido y un rango claramente menor que el TDC y, además, la flagrante incompatibilidad moral de Maite Costa viene a mermar la consistencia de lo obtenido con su voto decisivo.Ojo con que nadie sea -o parezca- «a la vez juez y parte, o a la vez juez y jurado», advierte enfáticamente Pettit. No podía imaginar que una ex diputada del PSC que limita al norte con el ministro Montilla y al sur de la semana con el grupo industrial de la Caixa, pudiera llegar a desempeñar simultáneamente los tres roles.
Más banal es aún la doctrina del campeón nacional -tengamos una superempresa con la que competir en el extranjero- sobre la que aterriza el presidente después de que durante dos décadas Solbes, Fernández Ordóñez y compañía hayan llevado a un PSOE teóricamente mucho más intervencionista que el actual por la senda virtuosa del derecho de la competencia. Al margen de que, como bien protesta Pizarro, para jugar a sietemachos ya está Endesa, si ése hubiera sido el diseño, más habría valido mantenerla en el sector público español que no traspasarla a un camuflado sector público catalán, justo en un momento en que tantas otras cosas -¿verdad, queridos salmantinos?- se trasfieren también a Cataluña.
Los hechos demuestran que el verdadero vicepresidente económico es José Montilla -tal vez el ministro más nefasto y políticamente dañino de cuantos ha tenido la democracia- porque domina y acarrea los escaños del PSC y gestiona el oneroso contrato de alquiler de los de Esquerra. El crédito perdonado al capitán de capitanes se convertirá así en el más rentable de la historia de la Caixa y al pobre Solbes sólo le quedará la coartada de imponer unas condiciones supuestamente duras que, en la medida en que en realidad lo sean, luego no se cumplirán en absoluto, tal y como ha quedado patente en el caso de la fusión digital.
Hablar del «interés general» cuando en la práctica se está entregando a una mafia político-empresarial la presa exigida y definida en el Pacto del Tinell no es sino uno de los vacuos sarcasmos que el presidente viene enhebrando en estos días. Zapatero está amontillado, ¿quién lo desamontillará? Como no hay peor lapa que un sirviente que se hace imprescindible, el desamontillador que lo desamontille buen desamontillador será. Pero que nadie busque a ese hombre providencial ni en el Consejo de Ministros, ni en la Ejecutiva del PSOE, ni en sus plataformas de poder parlamentario porque los anhelos inútiles sólo pueden conducir a la melancolía.
¡Cuántas pocas caras nuevas ha traído en definitiva ZP! Quienes convivieron sin siquiera despeinarse con los terribles episodios del felipismo no van ahora a sentir la menor zozobra por que se actúe en contra de todos los criterios proclamados respecto a la competencia y al sector energético para «decidir ad hoc» -pecado mortal según Pettit- lo que en definitiva es la mitad de la factura que Maragall viene reclamando desde que el PSC hizo ganar a Zapatero el Congreso del PSOE frente a Bono.
Y lo que es peor: al margen de los esfuerzos del ministro de Defensa por preservar la operatividad lingüística de los ejércitos, ninguno de esos barones socialistas parece tener la suficiente fuerza y autonomía personal para ir más allá de los mohines, incluso cuando la otra mitad de la deuda está a punto de abonarse con cargo al deshilachamiento de la soberanía nacional y la grave mella de los derechos individuales de varios millones de españoles.
Si su condescendencia de hace una década ha dejado el incómodo rescoldo de un reproche moral en la memoria colectiva, su claudicación de estos días supone una patética expresión de impotencia política.Porque, en definitiva, aquel fin que justificaba aquellos medios desviados, era un proyecto socialdemócrata enfocado hacia la modernización de España mediante su apertura al exterior. Ahora el mirar para otro lado se produce al servicio de la idolatría nacionalista que Maragall ha abrazado como mística y Montilla como logística. El suyo sí que es un «socialismo de agua y gas», como recuerda Pettit que se solía decir de los fabianos; sólo que orientado no al interés de los usuarios sino al de la razón social. Con Montilla el margen ya no es para la sorpresa, sino para la alternancia: unas veces favorece a Aguas de Barcelona y otras a Gas Natural.
Y así es como el agnóstico Zapatero, en lugar de fomentar la libertad de cultos políticos protegida por nuestra Constitución, asciende a presentar sus ofrendas ante el altar del nacionalismo insolidario y excluyente, como hiciera Robespierre ante el erigido en honor de aquel panteísta Ser Supremo que servía para sustituir al Dios de la religión establecida. Los manes del indomable pueblo catalán le acogen benévolos entre un coro de canciones y poemas, mientras aguardan a que entregue el oro de la financiación, el incienso del reconocimiento de su identidad como nación y la mirra de la imposición obligatoria del catalán. Sabino Arana aguarda su turno en el montículo de al lado con dos trabucos, un hacha y una serpiente encima de la mesa.
Aporreando como haría la bruja novata los teclados del Derecho, la retórica y hasta el sentido común, Zapatero trata de tranquilizarnos alegando que la violación sólo será con la puntita porque la nueva nación no pasará del preámbulo y eso permite descartar el embarazo no deseado de una destructiva criatura con futuras exigencias bajo el brazo. Sin tiempo para reponernos el presidente añade que aunque conocer el catalán será un «deber» nadie estará obligado a cumplirlo («¡viva la seguridad jurídica!», claman al unísono los comerciantes multados por no rotular en catalán, los profesores amenazados de sanción por hablar castellano en el recreo y los pacientes cuyo historial médico ha sido profanado por la subcontrata de la policía lingüística). Y para terminar de convertir en fosfatina hasta las más empíricas certidumbres, Zapatero remata la faena arguyendo que aunque Batasuna sea ilegal, todos y cada uno de sus dirigentes conservan intacto el derecho de reunirse, incluso si la convocatoria se realiza bajo esa propia razón social.
Comprendo que el presidente trate de preservar su sueño imposible de un proceso de paz sin coste político frente a las propias provocaciones de sus inevitables protagonistas. Incluso puede estar llegando el momento de reconocer que el PCTV -aun compartiendo la misma ideología y cumpliendo la misma misión que Batasuna- no está acumulando en el Parlamento vasco los motivos de ilegalización que todos pronosticábamos. Entre otras cosas porque la estrategia del conglomerado etarra es ahora diferente a la de los años de plomo y porque es la propia Batasuna la que sigue representándose a sí misma ante la sociedad vasca gracias a la tolerancia gubernamental.
Pero es que ahí está la madre del cordero. Batasuna es ilegal, pero continúa comportándose como si no lo fuera y, de hecho, antes que celebrar un congreso, lo que pretenden sus dirigentes es insistir en la vieja doctrina de ETA sobre las «contradicciones internas» del sistema constitucional español para poner en evidencia la inviabilidad de nuestro Estado de Derecho. Si lo que les importara fuera ejercer su libertad de reunión convocarían el congreso bajo otro nombre. Como lo que pretenden es destruir las nuestras -no ha podido ser más certera la cita de Montesquieu por Peces-Barba- lo hacen, provocativamente, bajo el de Batasuna.
Ni la Audiencia Nacional, ni el Tribunal Supremo pueden hacer suyos el sofisma presidencial asumido por un cada vez más desvergonzado fiscal general del Estado: puesto que Batasuna ya no existe, es imposible que convoque un congreso y por lo tanto no ha lugar a que se lo prohibamos. A ver cómo explica Zapatero en el Parlamento esta escalera musical, junto a los divertimentos sobre la nación que está pero no está o los deberes que a nadie obligan, sin que podamos reprocharle que lleva puesto el anillo de Giges.
¿El anillo de Giges? Aplazo para la próxima semana el contarles esa historia, pero les adelanto que se trata del atributo de un tirano.
pedroj.ramirez@el-mundo.es
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