JOAN BARRIL
Leo estos días que Albert Boadella es noticia en las páginas de cultura y en las páginas de política. Mal asunto cuando la política se interesa por la cultura, porque eso significa que o bien la quiere utilizar o la quiere destruir. La cultura ha de ser libérrima y, a ser posible, ha de meterse con el poder hasta que al poder le sea insoportable. El aplauso del público y el público brazo en alto en el entreacto de los cines y teatros del primer franquismo no son exactamente lo mismo. El público no siempre tiene la razón, pero el arte y la imaginación buscan los entresijos en los que los grandes bloques de mármol del poder pueden romperse.
Boadella está en las páginas de las secciones de cultura porque ha estrenado En un lugar de Manhattan. Está en las páginas de política porque dice lo que dice y porque forma parte de Ciutadans per Catalunya, una asociación que pretende constituirse en partido político y que mantiene sus reticencias sobre el Estatut. Según Boadella, en Catalunya le hacen la vida imposible. Algunas veces se encuentra con radicales que le impiden expresarse, otras veces simplemente pierde público porque le hacen el mismo boicot que en Extremadura le hacen al cava de Sant Sadurní. En cualquier caso a Boadella le falta una sección inédita en los medios de comunicación de este país. Se trata de la sección de historia. Boadella es historia y lo seguirá siendo. Me importa un rábano que Boadella diga lo que diga y se junte con quien se ajunte. Creo en Boadella y en su inteligencia y entiendo más su actividad creativa que la actividad política de Maragall. No pienso como Boadella, pero forma parte de mi educación sentimental, cultural y política. Quiero decir que estoy dispuesto a conversar con los boadellistas políticos, pero sin abjurar del boadellismo poético. Y que si la política me obligara a decidirme por uno de los dos siempre elegiría la libertad de creación que el dictado de la pasión. ¿Para qué nos ha de servir un Estatut nuevo, si hay alguien dispuesto a decir que en Catalunya la libertad de expresión ha sido traicionada?
Me dirán mis amigos políticos que Boadella es un payaso. ¿Y ellos? ¿Acaso no estamos viviendo el arte del vodevil en todas las reuniones bilaterales de estos días? El poder tiene una intuición de futuro, pero no siempre la aplica con la razón. El arte, por el contrario, abjura de la razón, pero también se nutre de la intuición. ¿Qué ha pasado en Catalunya para poder prescindir de Boadella, como antes se prescindió de D'Ors o se marginó a los escritores de lengua castellana? Miren: sé perfectamente en el país en el que vivo y en la lengua en la que escribo y hablo. Pero vamos mal si a los hombres y mujeres de cultura les ponemos piquetes en la puerta de los teatros o si se impide hablar a supuestos adversarios en las aulas magnas. Yo no quiero a Boadella: simplemente le necesito para que me permita ver lo que mis extrañas pasiones catalanes me llevan a olvidar. Necesito a Boadella para que me diga si los que se oponen al Estatut son gigantes, molinos de viento o el Empire State Building de Manhattan. Nuestra libertad se justifica en la suma de todo, incluso de lo que no nos gusta.
Leo estos días que Albert Boadella es noticia en las páginas de cultura y en las páginas de política. Mal asunto cuando la política se interesa por la cultura, porque eso significa que o bien la quiere utilizar o la quiere destruir. La cultura ha de ser libérrima y, a ser posible, ha de meterse con el poder hasta que al poder le sea insoportable. El aplauso del público y el público brazo en alto en el entreacto de los cines y teatros del primer franquismo no son exactamente lo mismo. El público no siempre tiene la razón, pero el arte y la imaginación buscan los entresijos en los que los grandes bloques de mármol del poder pueden romperse.
Boadella está en las páginas de las secciones de cultura porque ha estrenado En un lugar de Manhattan. Está en las páginas de política porque dice lo que dice y porque forma parte de Ciutadans per Catalunya, una asociación que pretende constituirse en partido político y que mantiene sus reticencias sobre el Estatut. Según Boadella, en Catalunya le hacen la vida imposible. Algunas veces se encuentra con radicales que le impiden expresarse, otras veces simplemente pierde público porque le hacen el mismo boicot que en Extremadura le hacen al cava de Sant Sadurní. En cualquier caso a Boadella le falta una sección inédita en los medios de comunicación de este país. Se trata de la sección de historia. Boadella es historia y lo seguirá siendo. Me importa un rábano que Boadella diga lo que diga y se junte con quien se ajunte. Creo en Boadella y en su inteligencia y entiendo más su actividad creativa que la actividad política de Maragall. No pienso como Boadella, pero forma parte de mi educación sentimental, cultural y política. Quiero decir que estoy dispuesto a conversar con los boadellistas políticos, pero sin abjurar del boadellismo poético. Y que si la política me obligara a decidirme por uno de los dos siempre elegiría la libertad de creación que el dictado de la pasión. ¿Para qué nos ha de servir un Estatut nuevo, si hay alguien dispuesto a decir que en Catalunya la libertad de expresión ha sido traicionada?
Me dirán mis amigos políticos que Boadella es un payaso. ¿Y ellos? ¿Acaso no estamos viviendo el arte del vodevil en todas las reuniones bilaterales de estos días? El poder tiene una intuición de futuro, pero no siempre la aplica con la razón. El arte, por el contrario, abjura de la razón, pero también se nutre de la intuición. ¿Qué ha pasado en Catalunya para poder prescindir de Boadella, como antes se prescindió de D'Ors o se marginó a los escritores de lengua castellana? Miren: sé perfectamente en el país en el que vivo y en la lengua en la que escribo y hablo. Pero vamos mal si a los hombres y mujeres de cultura les ponemos piquetes en la puerta de los teatros o si se impide hablar a supuestos adversarios en las aulas magnas. Yo no quiero a Boadella: simplemente le necesito para que me permita ver lo que mis extrañas pasiones catalanes me llevan a olvidar. Necesito a Boadella para que me diga si los que se oponen al Estatut son gigantes, molinos de viento o el Empire State Building de Manhattan. Nuestra libertad se justifica en la suma de todo, incluso de lo que no nos gusta.
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