Por MIKEL BUESA. Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid
prensa@foroermua.com
Por si el discurso no hubiese sido suficiente, vinieron después los hechos. Apenas transcurrida una semana desde la advertencia de que el «alto el fuego» era reversible en función del progreso de ETA en cuanto a sus pretensiones políticas, el terrorismo callejero volvió a hacer acto de presencia para recordarle al presidente del Gobierno que «lo que toca ahora son los hechos». Y éste no ha necesitado sesudos informes de verificación de una realidad inexistente —la de un terrorismo desaparecido— para dar la respuesta esperada: dentro de pocas semanas, en el mes de junio, empezará su diálogo con la banda terrorista con objeto de impulsar un «proceso de paz» cuyo contenido y límites nos son completamente desconocidos, lo que no obsta para que —considerando los pronunciamientos políticos previos de los dirigentes socialistas— podamos presumir que pueden llegar muy lejos, tanto en el terreno de la definición institucional del País Vasco, como en el de la articulación de su gobernabilidad a través de un acuerdo entre socialistas y terroristas revestidos todos ellos con el ropaje de respetables demócratas.
Se ha confirmado así el error Zapatero. Un error que emerge de la traición a los principios que, desde hace muchos años, habían inspirado el combate contra el terrorismo, y a la memoria de los que dejaron su vida en ello. Un error que desoye la voz inspirada de la mayoría de los españoles cuando, escépticos ante los anuncios de ETA, exigen que ésta sea derrotada y que no se le concedan ni privilegios políticos ni perdones injustificados. Un error que, fruto de la aritmética del trapicheo del poder, acepta la hipótesis ingenua de que el «alto el fuego» no tiene otra significación que la del abandono de la violencia por parte de una ETA cuyos dirigentes habrían llegado al convencimiento de que con ella no van a ninguna parte y sólo buscan una salida honrosa que les justifique. Un error que, en definitiva, ha acabado reconociendo en ETA un interlocutor político potencialmente legitimable cuyas pretensiones, en alguna medida no precisada, será necesario atender.
Pero no era ésta la única interpretación posible. Así, desde mi punto de vista considero más plausible la hipótesis de que el «alto el fuego» constituye una retirada temporal cuyo objetivo es restablecer la capacidad combativa de ETA para darle la posibilidad de prolongar su conflicto. Ello, por tres razones. La primera, porque los repliegues estratégicos forman parte del sustrato doctrinal de la conducción de la «lucha armada» por parte de ETA, de acuerdo con un principio general de conservación de su capacidad de acción.
La segunda, porque todas las manifestaciones de esta organización y de su brazo político, en los dos últimos meses, apuntan en esa dirección y no dejan ver ni un atisbo de abandono del terrorismo.
Y la tercera, porque, aún cuando hayan disminuido en intensidad, los actos de violencia no han cesado ni en el ámbito de la intimidación callejera, ni en el de la extorsión a los empresarios, ni en el de las actividades logísticas sobre las que se asienta la capacidad para cometer atentados.
Negociar con ETA en estas circunstancias, lejos de dar lugar a un proceso de efectivo abandono del terrorismo, puede acabar revitalizándolo, a la vez que debilita al Estado. A este respecto, nos encontramos ante un juego de suma cero en el que cualquier ganancia que pueda anotarse la banda terrorista, lo será a costa de una pérdida en las instituciones democráticas. El Estado de Derecho no admite la transgresión violenta de sus valores y normas; y cualquier «excepción» a su cumplimiento acabará debilitándolo. Por ello, con respecto al terrorismo tiene que haber vencedores y vencidos; y por ello también, la única aspiración democrática con respecto a ETA es derrotarla. La cuestión no es, entonces, cómo aprovechar el cese temporal de la violencia para llegar a una solución de compromiso, sino más bien cómo convertir esa situación de hecho en la capitulación de ETA.
Si nos atenemos a la experiencia de los últimos años, creo que la respuesta más acertada a esa cuestión exige una profunda rectificación de la política socialista con respecto a la lucha antiterrorista. Ello requiere revitalizar del pacto que, en su momento, el PSOE suscribió con el PP con el objetivo marcado en la derrota del terrorismo, lo que, a su vez, implicaría la difícil tarea de restaurar las relaciones de confianza entre ambos partidos para poder concertar entre ellos las medidas que hayan de tomarse. Restablecer este «acuerdo por las libertades» supone también recobrar las deterioradas relaciones entre el Gobierno y los agentes sociales que han contribuido a desacreditar las pretensiones de ETA y a consolidar el rechazo social al terrorismo, como son las asociaciones y fundaciones de víctimas del terrorismo y a las organizaciones cívicas. En un marco así, se pueden definir con rigor las condiciones requeridas para la verificación del «alto el fuego» que, en su momento, anunció el Gobierno, de manera que pueda acreditarse que ETA ha abandonado todo tipo de violencia y todo tipo de operaciones logísticas orientadas a su fortalecimiento. Además, debe exigirse a esta organización una declaración formal de abandono incondicional del terrorismo, antes de emprender cualquier tipo de conversación conducente a cerrar definitivamente su ciclo de violencia.
En tanto llega ese momento, la política gubernamental debería dar por cerrada toda permisividad con respecto a la actuación política de ETA a través de Batasuna. Ello implica un esfuerzo en el empleo de los medios policiales y judiciales para hacer efectiva la ilegalización de este partido y, por lo tanto, para impedir que, como ha señalado con total precisión Arnaldo Otegi, «se reitere en el delito». Además, la situación de Batasuna y la eventual posibilidad de su concurrencia a los procesos electorales, de ninguna manera puede ser el primer elemento a abordar por el Gobierno. Más específicamente, a la vista de la experiencia pasada, en la que Batasuna, gracias a su participación institucional, se convirtió en un pilar central de la financiación de las actividades terroristas y de la proyección política de ETA, sería un error avanzar en su legalización antes de que, de forma definitiva, ésta se haya disuelto.
Si a la postre se inician conversaciones con ETA, el Gobierno deberá ajustarse a unos márgenes muy estrechos en la negociación. Ésta, para ser aceptable, en ningún caso podrá extenderse sobre un eventual cambio del marco institucional delimitado por la Constitución y, por tanto, de la organización política del País Vasco. Y, a su vez, habrá de tener muy presentes las aspiraciones de justicia de las víctimas del terrorismo, por lo que no cabe la aplicación de medidas de gracia a los etarras que cuenten con responsabilidades penales. Sólo en estas condiciones, el final del terrorismo acabará fortaleciendo a la sociedad española. Pero si Zapatero persiste en su error, entonces es posible que el proceso se salde con un deterioro de la democracia cuyas consecuencias son, hoy por hoy, imprevisibles.
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Por si el discurso no hubiese sido suficiente, vinieron después los hechos. Apenas transcurrida una semana desde la advertencia de que el «alto el fuego» era reversible en función del progreso de ETA en cuanto a sus pretensiones políticas, el terrorismo callejero volvió a hacer acto de presencia para recordarle al presidente del Gobierno que «lo que toca ahora son los hechos». Y éste no ha necesitado sesudos informes de verificación de una realidad inexistente —la de un terrorismo desaparecido— para dar la respuesta esperada: dentro de pocas semanas, en el mes de junio, empezará su diálogo con la banda terrorista con objeto de impulsar un «proceso de paz» cuyo contenido y límites nos son completamente desconocidos, lo que no obsta para que —considerando los pronunciamientos políticos previos de los dirigentes socialistas— podamos presumir que pueden llegar muy lejos, tanto en el terreno de la definición institucional del País Vasco, como en el de la articulación de su gobernabilidad a través de un acuerdo entre socialistas y terroristas revestidos todos ellos con el ropaje de respetables demócratas.
Se ha confirmado así el error Zapatero. Un error que emerge de la traición a los principios que, desde hace muchos años, habían inspirado el combate contra el terrorismo, y a la memoria de los que dejaron su vida en ello. Un error que desoye la voz inspirada de la mayoría de los españoles cuando, escépticos ante los anuncios de ETA, exigen que ésta sea derrotada y que no se le concedan ni privilegios políticos ni perdones injustificados. Un error que, fruto de la aritmética del trapicheo del poder, acepta la hipótesis ingenua de que el «alto el fuego» no tiene otra significación que la del abandono de la violencia por parte de una ETA cuyos dirigentes habrían llegado al convencimiento de que con ella no van a ninguna parte y sólo buscan una salida honrosa que les justifique. Un error que, en definitiva, ha acabado reconociendo en ETA un interlocutor político potencialmente legitimable cuyas pretensiones, en alguna medida no precisada, será necesario atender.
Pero no era ésta la única interpretación posible. Así, desde mi punto de vista considero más plausible la hipótesis de que el «alto el fuego» constituye una retirada temporal cuyo objetivo es restablecer la capacidad combativa de ETA para darle la posibilidad de prolongar su conflicto. Ello, por tres razones. La primera, porque los repliegues estratégicos forman parte del sustrato doctrinal de la conducción de la «lucha armada» por parte de ETA, de acuerdo con un principio general de conservación de su capacidad de acción.
La segunda, porque todas las manifestaciones de esta organización y de su brazo político, en los dos últimos meses, apuntan en esa dirección y no dejan ver ni un atisbo de abandono del terrorismo.
Y la tercera, porque, aún cuando hayan disminuido en intensidad, los actos de violencia no han cesado ni en el ámbito de la intimidación callejera, ni en el de la extorsión a los empresarios, ni en el de las actividades logísticas sobre las que se asienta la capacidad para cometer atentados.
Negociar con ETA en estas circunstancias, lejos de dar lugar a un proceso de efectivo abandono del terrorismo, puede acabar revitalizándolo, a la vez que debilita al Estado. A este respecto, nos encontramos ante un juego de suma cero en el que cualquier ganancia que pueda anotarse la banda terrorista, lo será a costa de una pérdida en las instituciones democráticas. El Estado de Derecho no admite la transgresión violenta de sus valores y normas; y cualquier «excepción» a su cumplimiento acabará debilitándolo. Por ello, con respecto al terrorismo tiene que haber vencedores y vencidos; y por ello también, la única aspiración democrática con respecto a ETA es derrotarla. La cuestión no es, entonces, cómo aprovechar el cese temporal de la violencia para llegar a una solución de compromiso, sino más bien cómo convertir esa situación de hecho en la capitulación de ETA.
Si nos atenemos a la experiencia de los últimos años, creo que la respuesta más acertada a esa cuestión exige una profunda rectificación de la política socialista con respecto a la lucha antiterrorista. Ello requiere revitalizar del pacto que, en su momento, el PSOE suscribió con el PP con el objetivo marcado en la derrota del terrorismo, lo que, a su vez, implicaría la difícil tarea de restaurar las relaciones de confianza entre ambos partidos para poder concertar entre ellos las medidas que hayan de tomarse. Restablecer este «acuerdo por las libertades» supone también recobrar las deterioradas relaciones entre el Gobierno y los agentes sociales que han contribuido a desacreditar las pretensiones de ETA y a consolidar el rechazo social al terrorismo, como son las asociaciones y fundaciones de víctimas del terrorismo y a las organizaciones cívicas. En un marco así, se pueden definir con rigor las condiciones requeridas para la verificación del «alto el fuego» que, en su momento, anunció el Gobierno, de manera que pueda acreditarse que ETA ha abandonado todo tipo de violencia y todo tipo de operaciones logísticas orientadas a su fortalecimiento. Además, debe exigirse a esta organización una declaración formal de abandono incondicional del terrorismo, antes de emprender cualquier tipo de conversación conducente a cerrar definitivamente su ciclo de violencia.
En tanto llega ese momento, la política gubernamental debería dar por cerrada toda permisividad con respecto a la actuación política de ETA a través de Batasuna. Ello implica un esfuerzo en el empleo de los medios policiales y judiciales para hacer efectiva la ilegalización de este partido y, por lo tanto, para impedir que, como ha señalado con total precisión Arnaldo Otegi, «se reitere en el delito». Además, la situación de Batasuna y la eventual posibilidad de su concurrencia a los procesos electorales, de ninguna manera puede ser el primer elemento a abordar por el Gobierno. Más específicamente, a la vista de la experiencia pasada, en la que Batasuna, gracias a su participación institucional, se convirtió en un pilar central de la financiación de las actividades terroristas y de la proyección política de ETA, sería un error avanzar en su legalización antes de que, de forma definitiva, ésta se haya disuelto.
Si a la postre se inician conversaciones con ETA, el Gobierno deberá ajustarse a unos márgenes muy estrechos en la negociación. Ésta, para ser aceptable, en ningún caso podrá extenderse sobre un eventual cambio del marco institucional delimitado por la Constitución y, por tanto, de la organización política del País Vasco. Y, a su vez, habrá de tener muy presentes las aspiraciones de justicia de las víctimas del terrorismo, por lo que no cabe la aplicación de medidas de gracia a los etarras que cuenten con responsabilidades penales. Sólo en estas condiciones, el final del terrorismo acabará fortaleciendo a la sociedad española. Pero si Zapatero persiste en su error, entonces es posible que el proceso se salde con un deterioro de la democracia cuyas consecuencias son, hoy por hoy, imprevisibles.
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