Florentino Portero
http://www.gees.org/
Cuando Blair ganó sus primeras elecciones generales los comentaristas insistían en la idea de que con él el laborismo iniciaba un nuevo período histórico, superada ya su dependencia de los poderosos sindicatos y asumidos los principios de la economía liberal. El nuevo Premier no intentó nacionalizar ningún sector estratégico ni dio un giro a la política económica heredada. Se concentró en reformar la administración, descentralizando y estableciendo parlamentos en Escocia y Gales; recuperó los viejos valores liberales de Gladstone, vinculando principios morales con acción exterior, lo que le valió el ser considerado one of us, uno de los nuestros, por los neoconservadores norteamericanos; y realizó una decidida y valiente apuesta por Europa.
Durante un tiempo su indiscutible carisma le aseguró el apoyo de la población, aunque sus camaradas se sentían decepcionados por una gestión más liberal que socialista. La campaña iraquí le ha supuesto un doble desgaste, con su propio partido y con la población. Unos porque rechazaron en todo momento la guerra, otros por las sospechas, nunca confirmadas pero siempre alimentadas, de que mintió. Su opción europea se ha quedado en nada ante la deriva antinorteamericana de Chirac y Schroeder, de una parte, y el contenido del Tratado de la Constitución Europea, inaceptable hasta para europeístas británicos, de otra.
Blair representa la última figura del ciclo moral de la política británica, la réplica laborista de Margaret Thatcher. Con ella el pragmatismo dio paso al compromiso con unos principios y unos programas. Todo era previsible. Se sabía lo que se iba a hacer porque el gobierno había firmado un acuerdo con la ciudadanía para llevar a cabo una política determinada. No cabía el oportunismo. El empirismo de Major fue pronto superado por la gladstoniana figura de Blair, carismático, atractivo, religioso y dispuesto a asumir los riesgos que fueran necesario con tal de actuar según su conciencia.
Su tiempo se acaba. Los laboristas añoran los años en que podían intervenir en la economía nacional y repartir el pastel hasta agotarlo. Mientras ellos sueñan, los nuevos conservadores se sitúan a la cabeza en las encuestas. En las bancadas tories las políticas de compromiso provocan cansancio, de ahí que hayan quedado arrumbadas en el armario de los trastos viejos. David Cameron, Ruiz Cameron según algunos dirigentes populares, ha optado por una estrategia populista, a años luz de las posiciones de Thatcher. Critican a Estados Unidos, asumen el relativismo moral y se muestran dispuestos a incrementar el gasto. Todo vale con tal de recuperar el poder. Ya lo decía Andreotti, rectificando a Lord Acton, lo que desgasta no es el poder, sino los años de oposición.
Blair se ha quedado sin partido, como Thatcher. El testigo está hoy en manos de la nada carismática y todavía maniatada Merkel.
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Cuando Blair ganó sus primeras elecciones generales los comentaristas insistían en la idea de que con él el laborismo iniciaba un nuevo período histórico, superada ya su dependencia de los poderosos sindicatos y asumidos los principios de la economía liberal. El nuevo Premier no intentó nacionalizar ningún sector estratégico ni dio un giro a la política económica heredada. Se concentró en reformar la administración, descentralizando y estableciendo parlamentos en Escocia y Gales; recuperó los viejos valores liberales de Gladstone, vinculando principios morales con acción exterior, lo que le valió el ser considerado one of us, uno de los nuestros, por los neoconservadores norteamericanos; y realizó una decidida y valiente apuesta por Europa.
Durante un tiempo su indiscutible carisma le aseguró el apoyo de la población, aunque sus camaradas se sentían decepcionados por una gestión más liberal que socialista. La campaña iraquí le ha supuesto un doble desgaste, con su propio partido y con la población. Unos porque rechazaron en todo momento la guerra, otros por las sospechas, nunca confirmadas pero siempre alimentadas, de que mintió. Su opción europea se ha quedado en nada ante la deriva antinorteamericana de Chirac y Schroeder, de una parte, y el contenido del Tratado de la Constitución Europea, inaceptable hasta para europeístas británicos, de otra.
Blair representa la última figura del ciclo moral de la política británica, la réplica laborista de Margaret Thatcher. Con ella el pragmatismo dio paso al compromiso con unos principios y unos programas. Todo era previsible. Se sabía lo que se iba a hacer porque el gobierno había firmado un acuerdo con la ciudadanía para llevar a cabo una política determinada. No cabía el oportunismo. El empirismo de Major fue pronto superado por la gladstoniana figura de Blair, carismático, atractivo, religioso y dispuesto a asumir los riesgos que fueran necesario con tal de actuar según su conciencia.
Su tiempo se acaba. Los laboristas añoran los años en que podían intervenir en la economía nacional y repartir el pastel hasta agotarlo. Mientras ellos sueñan, los nuevos conservadores se sitúan a la cabeza en las encuestas. En las bancadas tories las políticas de compromiso provocan cansancio, de ahí que hayan quedado arrumbadas en el armario de los trastos viejos. David Cameron, Ruiz Cameron según algunos dirigentes populares, ha optado por una estrategia populista, a años luz de las posiciones de Thatcher. Critican a Estados Unidos, asumen el relativismo moral y se muestran dispuestos a incrementar el gasto. Todo vale con tal de recuperar el poder. Ya lo decía Andreotti, rectificando a Lord Acton, lo que desgasta no es el poder, sino los años de oposición.
Blair se ha quedado sin partido, como Thatcher. El testigo está hoy en manos de la nada carismática y todavía maniatada Merkel.
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