domingo, abril 02, 2006

Paisaje desde cierta distancia


FÉLIX DE AZÚA , El Periódico
29/03/2006


Hoy, un glorioso día de finales de marzo, no es que se intuya la primavera barcelonesa, es que ya parece haber llegado el verano. Se trata tan sólo de una impresión fugaz, pero la ciudad comienza esa larguísima temporada que ocupa de abril a enero --casi nueve meses, el tiempo de la fructificación--, durante la cual es posible comer, cenar y dormir en las terrazas. Si se puede aguantar el ruido, claro. Uno piensa que ésta podría ser una ciudad más amable, pero se empeña estúpidamente en ser bronca. Y muy rara.

Estoy sentado en una terraza, escribiendo esta crónica tras unos meses de ausencia perdidos en ciudades más frías, menos temperamentales. En la mesa contigua a la que ocupo, un matrimonio de orondos gitanos, trajeados, cubiertos de oro, hermosos como esculturas románicas, chillan por el móvil: "¡Que estoy en Barselona! ¡Que estoy tomando café con mi marío en Barselona!". Y el marido grita como si pudieran oírle sin necesidad del móvil: "¡Casi ná! ¡En Barselona!". Para mucha gente, Barcelona es un lujo.

Un lujo, sin embargo, muy caro. En media hora he visto algo así como ochenta infracciones: camiones infames que reparten Coca-Cola y gases venenosos, motos que saltan a la acera para adelantar a los coches, ciclistas que bajan haciendo slalom entre desprevenidos ciudadanos, trileros, descuideros, en fin, un caos a la napolitana. La famosa desidia municipal, su inoperancia calificada por los cínicos de "tolerancia", es un gran atractivo, un lujo. A pesar de los últimos esfuerzos para disciplinar al personal, Ésta es una ciudad sin ley. Ya es demasiado tarde para la disciplina: la etiqueta de "ciudad más anárquica de Europa" tiene cartel para años. Estamos desplazando a Nápoles.

UNA MUCHACHA desata a su perro. Lo ha tenido sujeto a un árbol mientras compraba en las galerías. Ahora ambos están felices. El perro, porque ha llegado la dueña a la que por un momento creyó perdida para siempre. La dueña, porque sabe que su perro es el único que la ama sin condiciones, rendidamente, sin pedir nada a cambio. Ambos se alejan calle abajo. Y sólo entonces veo los contenedores calcinados, los restos de la batalla campal.

Es otro lujo de la ciudad. Según sus autoridades, aquí no se practica el botellón. Un comisario, antropólogo o filólogo de los que últimamente tanto abundan y que deciden cómo hemos de peinarnos para ser buenos catalanes, ha sentenciado que el botellón no es un hábito catalán. Aunque yo los tengo debajo de mi casa cada noche de sábado, quizá sea cierto que los catalanes no practican el botellón. Los de mi casa deben de ser chinos. Sin embargo, los destrozos del último botellón de chinos en Barcelona aún son visibles y fueron colosales. Sin comparación con ninguna otra ciudad española a pesar de los esfuerzos oficiales por ocultarlo.

En un inteligente artículo de hace pocas semanas, decía Vicente Verdú que el botellón hispano y la quema de coches francesa obedecen a la misma causa: el creciente nihilismo de los jóvenes, los cuales se sienten tan desligados del régimen político oficial como nosotros, a su edad, del régimen franquista. Es patético que los políticos traten de ocultar esa separación, ese abismo que han creado ellos mismos. Y es inútil, porque cada vez será peor. Peor para ellos, quiero decir, para los políticos. Más intenso y brutal para los jóvenes vándalos, entregados a la fiesta de la destrucción como gran ritual de negación absoluta. Ya que la sociedad los niega a ellos, ellos niegan a la sociedad.

La intensidad de la fiesta, ese lujo, está, además, garantizada por la inepcia de los políticos catalanes. Ésta debe de ser la única ciudad del mundo civilizado en la que un establecimiento cuyo dueño ha sido condenado a cuatro años de prisión por causar graves molestias al vecindario sigue funcionando como si tal cosa. En la sentencia, los jueces avergonzaban a los munícipes por su desidia, por su dejadez, por su incompetencia. Recemos para que sólo sea eso, la consabida incompetencia municipal y no algo peor. Cabría pensar que alguien tan seguro de que nada va a sucederle como ese condenado caballero, ha pagado ya lo estipulado para sentirse seguro y que nada le pase.

BIEN ES cierto que también es ésta la única ciudad del mundo en la que los trabajadores del Gobierno han de pagar una cuota o impuesto a uno de los partidos en el poder, Esquerra Republicana de Catalunya, para poder mantener el empleo. De tal manera que a la humillación de estar contratados en precario y explotados sin misericordia por unos capitalistas desalmados, se une la extorsión de pagar para recibir protección de los nacionalistas. El célebre raketing mafioso aquí lo practica abierta y oficialmente un partido que asegura ser de izquierdas. La izquierda catalana es también un lujo incomparable de Barcelona.

Decía Carlo Cipolla que la maldad tiene reglas. El malvado se beneficia del mal que causa a los demás. La bondad también tiene reglas y beneficia a los otros, aunque sea mediante el propio sacrificio. Sólo la estupidez carece de reglas. El estúpido perjudica a los demás, al tiempo que se destruye a sí mismo. Añadía Cipolla, buen conocedor de la democracia a la italiana, que prefería vivir entre malvados que entre estúpidos. Con los malvados por lo menos es posible aprender algunas reglas y ponerse a salvo. Con los estúpidos, todo el mundo está condenado. Barcelona podría ser una ciudad amable, pero es tan rara...

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