Por JON JUARISTI
ABC 24-03-06
... Es muy difícil que los aliados nacionalistas del Gobierno se plieguen a un criterio unitario en el tratamiento de la previsible escalada de exigencias que, a partir de ahora, le planteará un frente «abertzale» que, tras el comunicado de ETA, ha hecho del plan Ibarretxe su programa común...
ES inevitable comenzar cualquier valoración del comunicado de ETA señalando la inmediatez del mismo respecto a la aprobación de la propuesta de reforma del Estatut por la Comisión Constitucional del Congreso. Dentro de poco tiempo percibiremos ambos acontecimientos como simultáneos, pero ahora somos capaces todavía de apreciar la secuencia: aprobación del Estatut, primero; después, anuncio del «alto el fuego». No faltará quien se niegue todavía a aceptar que exista entre ambos una relación causal. En su derecho está, pero tal posición es ahora más débil que nunca. ETA ha desautorizado a los que sostenían hasta ayer la paradójica independencia de los procesos soberanistas emprendidos por los nacionalismos catalán y vasco en colaboración con la izquierda. En teoría, el post hoc, propter hoc podría ser engañoso. Nadie cree ya que lo sea. En noviembre de 1999, el anuncio etarra de la ruptura de la tregua desveló la trama oculta del Acuerdo de Estella. El comunicado de ayer otorga un sentido único a los procesos de reforma estatutaria emprendidos en esta legislatura y los hace aparecer como interdependientes. En otras palabras, ETA confirma en su comunicado que, pese a todos los desmentidos del Gobierno, estamos en un proceso constituyente.
La vicepresidenta saludó -lo siento, éste es el término exacto- el anuncio del «alto el fuego», definiéndolo como una «buena noticia», y tras este alarde personal e institucional de imprudencia, recomendó prudencia a todo el mundo, fuese y no hubo nada. No creo conveniente frivolizar más de la cuenta, especulando, por ejemplo, sobre el efecto suasorio que haya podido tener en Fernández de la Vega el hecho de que ETA encomendase la lectura del comunicado a una terrorista de cuota, pero es innegable que el actual Gobierno se preocupa menos de los contenidos que de las formas. El contenido del comunicado, dicho sea de paso, es preocupante. Mucho más que el del anuncio de la tregua de 1998. Como discurso, no se distingue apenas del de Ibarretxe, pero su emisor es ETA, no el PNV. También el discurso de la banda coincidió temporalmente con el del PNV en septiembre de aquel año. Catorce meses después endosaría al PNV la responsabilidad de la ruptura de la tregua. Quizá Fernández de la Vega habría debido pensárselo dos veces antes de calificar la noticia de buena, sobre todo después de que el Gobierno insistiera tanto en que la única noticia aceptable de ETA sería su disolución. Pero resulta comprensible. Tras la última campaña de extorsiones y atentados, este Gobierno necesitaba dar por bueno cualquier gesto de apaciguamiento, toda vez que ETA -léase de nuevo el comunicado- ni se plantea la rendición. El buenismo socialista no puede justificarse ya por las intenciones. Precisa resultados, y aunque éstos no sean los que esperaba y prometía, debe aprobarlos, como ha hecho en la Comisión Constitucional con el Estatut. Parece seguir en ello una lógica que recuerda mucho a la del tosco hegelianismo del joven Unamuno: «Las cosas son como son y no pueden ser más que como son, sin que haya más que una manera de conseguir todo lo que se quiera, y es querer todo lo que suceda» (Paz en la guerra).
La lógica de ETA es otra. No necesita resultados. Como siempre, el comunicado plantea demandas imposibles de satisfacer en el marco político actual. Esta vez, ni siquiera se ha esforzado en formularlas de un modo original. Se ha limitado a recoger las exigencias de Ibarretxe que fueron taxativamente rechazadas en el Congreso. Como en 1998, ETA ofrece una trampa con final anunciado. Romperá el «alto el fuego» cuando le convenga, por supuesto, en función de unas expectativas que sólo la banda conoce y que tienen que ver con su logística, no con sus reclamaciones manifiestas. La estrategia de ETA permanece inmutable. Es hoy la misma que en 1998, pero han cambiado las circunstancias y los actores. No cabe, por tanto, eludir el análisis remitiéndose a la tregua anterior, pero ésta es referencia obligada. Sabemos que supuso un respiro para la organización terrorista, infiltrada y golpeada por la Policía. Que le permitió reestructurarse, reactivar el terrorismo socializado de la kale borroka e irrumpir finalmente, en vísperas de las elecciones legislativas de marzo de 2000, con una nueva campaña de atentados que mantuvo un crescendo durante el primer año de la segunda legislatura de Aznar, para ir debilitándose después. ETA no puede ya actuar de otra manera. Esta variante espasmódica del terrorismo implica un cambio de táctica: las treguas o, simplemente, los períodos de inactividad responden a la necesidad de concentrar fuerzas para volcarlas en fases intensivas y breves de atentados. Es un terrorismo de gasto rápido (al estilo, por cierto, del terrorismo islamista).
Pero lo que tenía ETA enfrente era un bloque democrático compacto del que la operación frentista de Estella sólo consiguió desgajar a los partidos y sindicatos abertzales y a la Izquierda Unida de Madrazo. Hoy, ese bloque no existe, dada la ruptura tácita del consenso constitucional, que ha abierto una brecha entre los dos partidos mayoritarios. La disolución oficiosa del Pacto Antiterrorista, corolario inevitable de la política gubernamental de aislamiento del PP, favorece a ETA no tanto en el aspecto represivo (no parece probable que el Gobierno relaje la presión policial sobre la banda o Batasuna, al menos de momento) como en el político. Es muy difícil que los aliados nacionalistas del Gobierno se plieguen a un criterio unitario en el tratamiento de la previsible escalada de exigencias que, a partir de ahora, le planteará un frente abertzale que, tras el comunicado de ETA, ha hecho del plan Ibarretxe su programa común. Un frente que abarca el arco parlamentario nacionalista de Vitoria, desde el PNV al PCTV, con el refuerzo exterior de Batasuna y, claro está, de ETA.
Por otra parte, el Gobierno de Rodríguez Zapatero tiene escaso margen de maniobra después de su pintoresca gestión del proceso soberanista o semisoberanista de la mayoría parlamentaria catalana. De hecho, sólo le ha sido posible moverse desde el maximalismo de ERC al gradualismo de CiU. Ir más allá, salirse del esquema nacionalista, le estaba vedado por el compromiso que adquirió el presidente de apoyar la decisión mayoritaria del Parlamento de Cataluña. Los nacionalistas vascos no le van a exigir menos. Pero ahora harán depender de la respuesta de Rodríguez Zapatero la «posible» desaparición de ETA, a la que el presidente ha concedido gratuitamente credibilidad con sus reiteradas declaraciones acerca de ciertas claves y seguridades ocultas cuyo conocimiento se ha negado a compartir con la oposición. Si tal conocimiento se hubiese limitado a la certeza de la inminencia del «alto el fuego», sería bien poca cosa. Ahora Ibarretxe está en una posición ventajosa para reclamar del Gobierno la aceptación de las condiciones que fueron rechazadas en su día por el Congreso de los Diputados, con la seguridad de que el rechazo de las mismas -que son idénticas a las que ETA plantea- haría caer del lado del Gobierno la responsabilidad de una reanudación de la actividad terrorista de la banda. Lo que, sin duda, sería políticamente injusto pero, con el precedente de la inculpación política de Aznar a raíz de los atentados del 11-M, tendría lo suyo de justicia poética. Rodríguez Zapatero debería reunirse cuanto antes con Rajoy para contarle lo que sabe. Por prudencia, como aconseja su vicepresidenta.
ABC 24-03-06
... Es muy difícil que los aliados nacionalistas del Gobierno se plieguen a un criterio unitario en el tratamiento de la previsible escalada de exigencias que, a partir de ahora, le planteará un frente «abertzale» que, tras el comunicado de ETA, ha hecho del plan Ibarretxe su programa común...
ES inevitable comenzar cualquier valoración del comunicado de ETA señalando la inmediatez del mismo respecto a la aprobación de la propuesta de reforma del Estatut por la Comisión Constitucional del Congreso. Dentro de poco tiempo percibiremos ambos acontecimientos como simultáneos, pero ahora somos capaces todavía de apreciar la secuencia: aprobación del Estatut, primero; después, anuncio del «alto el fuego». No faltará quien se niegue todavía a aceptar que exista entre ambos una relación causal. En su derecho está, pero tal posición es ahora más débil que nunca. ETA ha desautorizado a los que sostenían hasta ayer la paradójica independencia de los procesos soberanistas emprendidos por los nacionalismos catalán y vasco en colaboración con la izquierda. En teoría, el post hoc, propter hoc podría ser engañoso. Nadie cree ya que lo sea. En noviembre de 1999, el anuncio etarra de la ruptura de la tregua desveló la trama oculta del Acuerdo de Estella. El comunicado de ayer otorga un sentido único a los procesos de reforma estatutaria emprendidos en esta legislatura y los hace aparecer como interdependientes. En otras palabras, ETA confirma en su comunicado que, pese a todos los desmentidos del Gobierno, estamos en un proceso constituyente.
La vicepresidenta saludó -lo siento, éste es el término exacto- el anuncio del «alto el fuego», definiéndolo como una «buena noticia», y tras este alarde personal e institucional de imprudencia, recomendó prudencia a todo el mundo, fuese y no hubo nada. No creo conveniente frivolizar más de la cuenta, especulando, por ejemplo, sobre el efecto suasorio que haya podido tener en Fernández de la Vega el hecho de que ETA encomendase la lectura del comunicado a una terrorista de cuota, pero es innegable que el actual Gobierno se preocupa menos de los contenidos que de las formas. El contenido del comunicado, dicho sea de paso, es preocupante. Mucho más que el del anuncio de la tregua de 1998. Como discurso, no se distingue apenas del de Ibarretxe, pero su emisor es ETA, no el PNV. También el discurso de la banda coincidió temporalmente con el del PNV en septiembre de aquel año. Catorce meses después endosaría al PNV la responsabilidad de la ruptura de la tregua. Quizá Fernández de la Vega habría debido pensárselo dos veces antes de calificar la noticia de buena, sobre todo después de que el Gobierno insistiera tanto en que la única noticia aceptable de ETA sería su disolución. Pero resulta comprensible. Tras la última campaña de extorsiones y atentados, este Gobierno necesitaba dar por bueno cualquier gesto de apaciguamiento, toda vez que ETA -léase de nuevo el comunicado- ni se plantea la rendición. El buenismo socialista no puede justificarse ya por las intenciones. Precisa resultados, y aunque éstos no sean los que esperaba y prometía, debe aprobarlos, como ha hecho en la Comisión Constitucional con el Estatut. Parece seguir en ello una lógica que recuerda mucho a la del tosco hegelianismo del joven Unamuno: «Las cosas son como son y no pueden ser más que como son, sin que haya más que una manera de conseguir todo lo que se quiera, y es querer todo lo que suceda» (Paz en la guerra).
La lógica de ETA es otra. No necesita resultados. Como siempre, el comunicado plantea demandas imposibles de satisfacer en el marco político actual. Esta vez, ni siquiera se ha esforzado en formularlas de un modo original. Se ha limitado a recoger las exigencias de Ibarretxe que fueron taxativamente rechazadas en el Congreso. Como en 1998, ETA ofrece una trampa con final anunciado. Romperá el «alto el fuego» cuando le convenga, por supuesto, en función de unas expectativas que sólo la banda conoce y que tienen que ver con su logística, no con sus reclamaciones manifiestas. La estrategia de ETA permanece inmutable. Es hoy la misma que en 1998, pero han cambiado las circunstancias y los actores. No cabe, por tanto, eludir el análisis remitiéndose a la tregua anterior, pero ésta es referencia obligada. Sabemos que supuso un respiro para la organización terrorista, infiltrada y golpeada por la Policía. Que le permitió reestructurarse, reactivar el terrorismo socializado de la kale borroka e irrumpir finalmente, en vísperas de las elecciones legislativas de marzo de 2000, con una nueva campaña de atentados que mantuvo un crescendo durante el primer año de la segunda legislatura de Aznar, para ir debilitándose después. ETA no puede ya actuar de otra manera. Esta variante espasmódica del terrorismo implica un cambio de táctica: las treguas o, simplemente, los períodos de inactividad responden a la necesidad de concentrar fuerzas para volcarlas en fases intensivas y breves de atentados. Es un terrorismo de gasto rápido (al estilo, por cierto, del terrorismo islamista).
Pero lo que tenía ETA enfrente era un bloque democrático compacto del que la operación frentista de Estella sólo consiguió desgajar a los partidos y sindicatos abertzales y a la Izquierda Unida de Madrazo. Hoy, ese bloque no existe, dada la ruptura tácita del consenso constitucional, que ha abierto una brecha entre los dos partidos mayoritarios. La disolución oficiosa del Pacto Antiterrorista, corolario inevitable de la política gubernamental de aislamiento del PP, favorece a ETA no tanto en el aspecto represivo (no parece probable que el Gobierno relaje la presión policial sobre la banda o Batasuna, al menos de momento) como en el político. Es muy difícil que los aliados nacionalistas del Gobierno se plieguen a un criterio unitario en el tratamiento de la previsible escalada de exigencias que, a partir de ahora, le planteará un frente abertzale que, tras el comunicado de ETA, ha hecho del plan Ibarretxe su programa común. Un frente que abarca el arco parlamentario nacionalista de Vitoria, desde el PNV al PCTV, con el refuerzo exterior de Batasuna y, claro está, de ETA.
Por otra parte, el Gobierno de Rodríguez Zapatero tiene escaso margen de maniobra después de su pintoresca gestión del proceso soberanista o semisoberanista de la mayoría parlamentaria catalana. De hecho, sólo le ha sido posible moverse desde el maximalismo de ERC al gradualismo de CiU. Ir más allá, salirse del esquema nacionalista, le estaba vedado por el compromiso que adquirió el presidente de apoyar la decisión mayoritaria del Parlamento de Cataluña. Los nacionalistas vascos no le van a exigir menos. Pero ahora harán depender de la respuesta de Rodríguez Zapatero la «posible» desaparición de ETA, a la que el presidente ha concedido gratuitamente credibilidad con sus reiteradas declaraciones acerca de ciertas claves y seguridades ocultas cuyo conocimiento se ha negado a compartir con la oposición. Si tal conocimiento se hubiese limitado a la certeza de la inminencia del «alto el fuego», sería bien poca cosa. Ahora Ibarretxe está en una posición ventajosa para reclamar del Gobierno la aceptación de las condiciones que fueron rechazadas en su día por el Congreso de los Diputados, con la seguridad de que el rechazo de las mismas -que son idénticas a las que ETA plantea- haría caer del lado del Gobierno la responsabilidad de una reanudación de la actividad terrorista de la banda. Lo que, sin duda, sería políticamente injusto pero, con el precedente de la inculpación política de Aznar a raíz de los atentados del 11-M, tendría lo suyo de justicia poética. Rodríguez Zapatero debería reunirse cuanto antes con Rajoy para contarle lo que sabe. Por prudencia, como aconseja su vicepresidenta.
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