martes, febrero 14, 2006

Universidad patriótica y provinciana


FÉLIX OVEJERO y J.V. RODRÍGUEZ
El Mundo, 8 de febrero de 2006

La Universidad era el último reducto donde parecía garantizado el principio de libre opción lingüística. La Ley de Normalización Lingüística en Cataluña dice: «En los centros de enseñanza superior y universitaria, el profesorado y el alumnado tienen el derecho de expresarse en cada caso, oralmente o por escrito, en la lengua oficial que prefieran». Eso se va a acabar con la exigencia del nivel C a los profesores. Su implantación sólo tiene sentido en el horizonte, explícitamente contemplado por el proyecto de estatuto, de convertir al catalán en la lengua exclusiva.

Comencemos con lo básico. La lengua es un instrumento de comunicación. Permite transmitir información y compartir conocimiento. La teoría de la relatividad no se expresa mejor en inglés que en arameo. En todo caso, si uno quiere exponer sus ideas, utilizará la lengua que le permita acceder al mayor número de personas. Cada uno puede expresarse en la lengua que quiera. La única restricción es que el otro lo entienda. La necesidad de mutua comprensión ha dado lugar a lenguas francas en el mundo académico. Hoy en día el lenguaje de la ciencia es el inglés.

Sigamos con lo obvio. El propósito de la Universidad es trasmitir y desarrollar conocimiento, no preservar identidades nacionales. El mejor modo de hacerlo es contar con los mejores profesores y estudiantes. La manera de conseguirlo es que no exista otra criba que la excelencia. La Universidad se deteriora, cumple peor su cometido social si se imponen filtros distintos a la calidad académica. Con la exigencia del nivel C para los docentes, la Universidad de Cataluña acabará con un profesorado mucho más catalán, pero de peor calidad. En términos efectivos, se cerrará a españoles no catalanes y a excelentes Profesores extranjeros que hoy ya están en Cataluña. Se convertirá en un mercado cautivo. Que la imposición del catalán en la Universidad va en contra de los derechos de los catalanes a expresarse en la lengua que deseen, sin otro requisito que ser entendidos, no necesita mayores argumentos. Pero es que también va en contra de los intereses de Cataluña. En primer lugar, por la pérdida de capital humano que supone no atraer (sino tender a expulsar) a profesionales que podrían contribuir a mejorar nuestra vida intelectual. No sólo dejarán de venir profesores competentes sino también alumnos; del resto de España y de Europa. Quizás la pérdida de talento más grande que hemos tenido en Cataluña en los últimos decenios es la de gente brillante de Murcia, Sevilla o Valladolid que en el pasado optaban por realizar sus estudios y/o su vida profesional en Barcelona, enriqueciendo nuestra vida intelectual y material. Desde hace una generación, en su mayoría van a Madrid. Una tendencia que se acentuará con la nueva medida identitaria.

La propuesta de estatuto conmina a la Generalitat a hacer del catalán la única lengua de educación y de investigación. Todo se dirá en catalán, aunque no haya nada interesante que decir. Van a conseguir que sea lengua única en la enseñanza universitaria, pero no podrán hacer nada con respecto a la investigación: se hará en inglés o no se hará.

Por supuesto, nada de esto lo ignoraban los rectores que suscribieron el acuerdo de exigir el nivel C. Son científicos competentes y, en algunos casos, no les falta acribia en el juicio moral. En privado, al profesorado se le tranquiliza, se le dice que «a la hora de la verdad, será la Universidad la que determine quién merece y quién no el nivel C. Esto será un coladero». Acaso sea así, aunque ya es triste que se hagan leyes para no cumplirlas.

En todo caso, la experiencia de 25 años de nacionalismo nos indica que, tarde o temprano, las leyes identitarias se aplican al pie de la letra, por más absurdas que sean. Esta doble moral es la que ha permitido que estemos donde estamos, con inspectores de la lengua y una delación lingüística legalizada. Dibuja con precisión a una parte importante de las clases dirigentes catalanas. Nadie dice lo que piensa y entre todos mantienen la ficción. Cuando ese comportamiento alcanza a aquellos cuyo puesto de trabajo es seguro y cuyo deber es pensar limpia y libremente, hay motivos para la desesperanza.

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