....«Los rojos», claro. En junio estuvimos reunidas en Moncloa las asociaciones de víctimas del terrorismo periféricas, otro compañero y yo, representando a Covite. Fue allí y al comienzo de esa reunión, cuando el presidente se dispuso a dar inicio a un discurso, y entre los primeros párrafos, algo escucharon mis oídos que chirriaron de forma estrepitosa, y fue cuando el señor Zapatero tuvo la osadía de decirnos, sin venir a cuento, claro, cómo a su abuelo lo habían matado en la guerra los nacionales.Lo siento, pero tuve que interrumpir en ese momento su discurso, y le espeté «y a mi abuelo, los rojos». Alzó su mirada hacia mi persona, y continuó como si nada.
Esta mañana en la radio he oído cómo en la reunión del viernes pasado en la que recibía a los organizadores del Congreso de Víctimas del Terrorismo, se encontraba María Jesús González, de todos conocida, y cuando le contaba al presidente que su hija (Irene Villa) y ella todavía se preguntaban «¿por qué nos ha pasado esto?», éste respondió que también a su abuelo lo habían matado en la guerra.
¿Se hace el tonto nuestro presidente? Porque, claro, cuando una persona con su responsabilidad suelta una comparación de este tipo, no es más que una metedura de pata inmensa, y que tiene tan fácil respuesta como «y a mi abuelo los rojos» por lo que, si fuera un poco más inteligente, se lo callaría para siempre, o al menos tendría la delicadeza de no soltarlo nuevamente en otra reunión con víctimas del terrorismo.
A mi abuelo, señor presidente, lo mataron «los rojos», se lo repito, y no en la guerra. Mi abuelo no era soldado, era «tratante» que había cometido el delito de prestar dinero a un indeseable, que, para ahorrarse la devolución de tal dinero, acusó a mi abuelo no se sabe muy bien de qué, y se ahorró devolvérselo. Y como en esa época «los rojos» de la zona acostumbraban a sacar de sus casas a personas inocentes y a fusilarlas en las cunetas, a mi abuelo también le tocó, como le tocó a su mejor amigo, un médico de irreprochable fama de Gandía y, cuando se encontraba mi abuelo quitando la placa de su casa por petición de su viuda, es cuando vinieron a por él los milicianos rojos y se lo llevaron. Con lo cual yo, señor presidente, tampoco he podido conocer a mi abuelo, y también mi abuela se quedó en una precaria situación con tres niñas pequeñas, siendo una de ellas mi madre. Mi abuela después de la guerra deambuló cada vez que la avisaban de que abrían una fosa común, hasta que al fin logró encontrar a mi abuelo, por lo que su amigo el médico y mi abuelo no fueron los únicos que «los rojos» asesinaron.
Sólo que a diferencia de la suya, mi madre no sólo perdió a su padre, sino que también perdió a su hijo.
Mire, mucha gente que me conoce del País Vasco, y que han sido mis mejores amigos en los «malos tiempos» y todavía lo siguen siendo, no conocen esta historia que usted me ha obligado a contar hoy aquí. Estos amigos luchadores incansables por la libertad, Rosa, Oli, Merche, Aurora, Carlos, Fernando, José Luis, Ana, Mikel... no puedo, como comprenderéis, decir los nombres de todos, defensores todos ellos a ultranza de la vida, aun a riesgo de perder la suya, como les ha pasado a algunos de ellos. Mi amigo Joseba, o mi amigo Poto, son de «izquierdas» de toda la vida, de la que viene usted. pero que afortunadamente no se le parecen en nada a usted.
Con ellos he estado todos estos años, en la calle reivindicando nuestros derechos más elementales negados en ese pueblo, «el vasco», que tanto sufrimiento me ha causado a mí y a miles de personas. De ellos he aprendido todo, a transformar mi odio en lucha constructiva e inteligente por la Democracia. A ellos los llevo en mi corazón aun estando a seiscientos kilómetros de distancia. Ni ellos ni yo hemos tenido nunca el más mínimo prejuicio que haya impedido nuestra amistad.
Pues bien, sólo decirle que usted no se parece en nada a esta gente, y que con usted no hubiera sido posible que en el País Vasco tantas personas con pasados tan diferentes nos hubiéramos unido para hacer frente a esa ignominia llamada terrorismo nacionalista.
Gracias desde aquí a todos vosotros, luchadores de la libertad y de la democracia, y gracias a usted, presidente, por no haber vivido en el País Vasco, porque si todos fuéramos sectarios como usted esta lucha en común y que tantos frutos nos trajo no hubiera sido posible.
Con usted estamos retrocediendo a velocidades supersónicas en la derrota del terror, y parece que con usted y ese extraño proceso de normalización y de paz que quiere sacar adelante con la ayuda inestimable del nacionalismo, acabaremos viendo lo que sus compañeros del País Vasco o su vicepresidenta nos han anunciado, y es que en este partido en el que nosotros ponemos los muertos, empatemos. Sólo espero que alguien lo remedie, y que volvamos a esos tiempos en los que en el País Vasco por lo menos estábamos juntos todos los luchadores por la Libertad.
Esta mañana en la radio he oído cómo en la reunión del viernes pasado en la que recibía a los organizadores del Congreso de Víctimas del Terrorismo, se encontraba María Jesús González, de todos conocida, y cuando le contaba al presidente que su hija (Irene Villa) y ella todavía se preguntaban «¿por qué nos ha pasado esto?», éste respondió que también a su abuelo lo habían matado en la guerra.
¿Se hace el tonto nuestro presidente? Porque, claro, cuando una persona con su responsabilidad suelta una comparación de este tipo, no es más que una metedura de pata inmensa, y que tiene tan fácil respuesta como «y a mi abuelo los rojos» por lo que, si fuera un poco más inteligente, se lo callaría para siempre, o al menos tendría la delicadeza de no soltarlo nuevamente en otra reunión con víctimas del terrorismo.
A mi abuelo, señor presidente, lo mataron «los rojos», se lo repito, y no en la guerra. Mi abuelo no era soldado, era «tratante» que había cometido el delito de prestar dinero a un indeseable, que, para ahorrarse la devolución de tal dinero, acusó a mi abuelo no se sabe muy bien de qué, y se ahorró devolvérselo. Y como en esa época «los rojos» de la zona acostumbraban a sacar de sus casas a personas inocentes y a fusilarlas en las cunetas, a mi abuelo también le tocó, como le tocó a su mejor amigo, un médico de irreprochable fama de Gandía y, cuando se encontraba mi abuelo quitando la placa de su casa por petición de su viuda, es cuando vinieron a por él los milicianos rojos y se lo llevaron. Con lo cual yo, señor presidente, tampoco he podido conocer a mi abuelo, y también mi abuela se quedó en una precaria situación con tres niñas pequeñas, siendo una de ellas mi madre. Mi abuela después de la guerra deambuló cada vez que la avisaban de que abrían una fosa común, hasta que al fin logró encontrar a mi abuelo, por lo que su amigo el médico y mi abuelo no fueron los únicos que «los rojos» asesinaron.
Sólo que a diferencia de la suya, mi madre no sólo perdió a su padre, sino que también perdió a su hijo.
Mire, mucha gente que me conoce del País Vasco, y que han sido mis mejores amigos en los «malos tiempos» y todavía lo siguen siendo, no conocen esta historia que usted me ha obligado a contar hoy aquí. Estos amigos luchadores incansables por la libertad, Rosa, Oli, Merche, Aurora, Carlos, Fernando, José Luis, Ana, Mikel... no puedo, como comprenderéis, decir los nombres de todos, defensores todos ellos a ultranza de la vida, aun a riesgo de perder la suya, como les ha pasado a algunos de ellos. Mi amigo Joseba, o mi amigo Poto, son de «izquierdas» de toda la vida, de la que viene usted. pero que afortunadamente no se le parecen en nada a usted.
Con ellos he estado todos estos años, en la calle reivindicando nuestros derechos más elementales negados en ese pueblo, «el vasco», que tanto sufrimiento me ha causado a mí y a miles de personas. De ellos he aprendido todo, a transformar mi odio en lucha constructiva e inteligente por la Democracia. A ellos los llevo en mi corazón aun estando a seiscientos kilómetros de distancia. Ni ellos ni yo hemos tenido nunca el más mínimo prejuicio que haya impedido nuestra amistad.
Pues bien, sólo decirle que usted no se parece en nada a esta gente, y que con usted no hubiera sido posible que en el País Vasco tantas personas con pasados tan diferentes nos hubiéramos unido para hacer frente a esa ignominia llamada terrorismo nacionalista.
Gracias desde aquí a todos vosotros, luchadores de la libertad y de la democracia, y gracias a usted, presidente, por no haber vivido en el País Vasco, porque si todos fuéramos sectarios como usted esta lucha en común y que tantos frutos nos trajo no hubiera sido posible.
Con usted estamos retrocediendo a velocidades supersónicas en la derrota del terror, y parece que con usted y ese extraño proceso de normalización y de paz que quiere sacar adelante con la ayuda inestimable del nacionalismo, acabaremos viendo lo que sus compañeros del País Vasco o su vicepresidenta nos han anunciado, y es que en este partido en el que nosotros ponemos los muertos, empatemos. Sólo espero que alguien lo remedie, y que volvamos a esos tiempos en los que en el País Vasco por lo menos estábamos juntos todos los luchadores por la Libertad.
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