Ya lo sabemos. Creer, un día antes del atentado de Barajas, que los españoles estábamos mejor que hace un año y que, dentro de otro, esa mejoría sería aún mayor, fue un error, el único error cometido por Rodríguez Zapatero con relación a la cuestión del terrorismo nacionalista vasco a lo largo de su mandato.
No podía ser menos, pero sí más. El presidente se enfrentó el 30 de diciembre a la cruel evidencia de que su euforia carecía de cualquier fundamento; pero después, pasadas dos largas semanas desde aquel acontecimiento, ha sido incapaz de extraer de él sus lecciones.
La máquina trituradora de la propaganda ha convertido el fruto de la destrucción en un polvo gris donde nada es reconocible, del que nada puede aprenderse, porque aparentemente nada ha sucedido. Y así, el líder, el timonel iluminado que nos reclama nuestra confianza en él, puede reemprender su marcha triunfal.
Era previsible. Primero fueron las frases evasivas de significado difuso; luego el silencio. ¿Implicaría el atentado la ruptura de cualquier relación entre el Gobierno y ETA? Ahora sabemos que ETA puso fin al «proceso de paz» y rompió el «diálogo». Pero no sabemos si Rodríguez Zapatero ha renunciado a cualquier pretensión negociadora con ETA. Mientras tanto, en una ceremonia de confusión destinada a eliminar cualquier atisbo de crítica y deslegitimar a quienes la ejercemos, se iba preparando la transferencia de la responsabilidad del fracaso de la política antiterrorista a los oponentes del Gobierno. No otro sentido tuvo la llamada del presidente a Mariano Rajoy para que acudiera al Palacio de la Moncloa e, inmediatamente, con cargo a la vicepresidenta, lanzar un libelo que le atribuía la imposibilidad de llegar a un acuerdo con ETA y, con ello, de lograr el final del terrorismo. Y lo mismo cabe decir del montaje de unas manifestaciones en Bilbao y Madrid en las que, con el énfasis puesto en los conceptos de «diálogo» y de «paz», se avaló el horizonte conceptual de la política sostenida por Rodríguez Zapatero y se excluyó a la mayoría social a la que, en España, le repugna la negociación con ETA de sus reclamaciones políticas y de impunidad frente a los tribunales de justicia.
El debate celebrado ayer en el Congreso de los Diputados ha puesto el colofón a todo esto. El presidente ha repetido de nuevo que él tenía legitimidad para intentar una vez más el «final dialogado de la violencia» con la única justificación política de que otros presidentes también lo hicieron, aunque tales empeños resultaron frustrados. Curiosa justificación ésta que apela a la experiencia del fracaso para sostener la idoneidad de una política. Aún más, nos ha dicho que considera compatibles la lucha policial contra ETA y el mantenimiento de conversaciones con ella, como si no fuera una regularidad empírica, constatada en España y en los demás países que afrontan un problema de terrorismo, que el segundo de esos elementos resta efectividad al primero. Y así ha ocurrido con su «proceso de paz», de modo que, dentro de la actual legislatura, si con anterioridad a la resolución de mayo de 2005 que lo avaló, la policía española practicó casi ocho detenciones mensuales de terroristas encuadrados en ETA, después de ella la media se ha reducido a menos de dos arrestos por mes.
Rodríguez Zapatero también ha afirmado que, en todo su mandato, se ha mantenido plenamente en vigor la política antiterrorista que se diseñó a raíz de la firma del Pacto por las Libertades, que nada ha cambiado y que, en su relación con ETA, se ha limitado a cumplir escrupulosamente el mandato aprobado por el Congreso de los Diputados en mayo de 2005.
Miente o se autoengaña. O ambas cosas a la vez. En su marcha triunfal no cabe el menor resquicio de autocrítica en esa materia: todo lo hecho con respecto a ETA, no sólo es lo correcto sino que también está amparado en los acuerdos de Estado. De nada vale recordarle que, por ejemplo, esos acuerdos propugnaban el diagnóstico común entre los dos partidos que los suscribieron; que dentro de ellos de ningún modo se avala su política de marginación de las víctimas del terrorismo; que en su seno no cabe ningún intento de insuflar un aliento político a Batasuna para que, una vez lograda, acabe siendo el actor estelar de la «paz».
Y de nada vale tampoco señalarle los datos que hacen meridiana la falsedad de su pretensión de que, en los nueve últimos meses, ha desarrollado la relación con ETA en ausencia de violencia: seis oleadas de cartas de extorsión a empresarios vascos y navarros; recaudación bajo coacción de «donativos para los presos» entre los comerciantes; desobediencia civil plasmada en nuevas campañas de emisión del «DNI vasco»; doscientos cincuenta y nueve atentados de terrorismo callejero con al menos diez víctimas heridas y con unos daños cercanos a los dos millones y medio de euros; robo de armas, explosivos, vehículos, placas de matrícula y material para la falsificación de documentos; y presos que, ante los tribunales, han alardeado de su militancia en ETA y han proferido todo tipo de amenazas e insultos a los magistrados de la Audiencia Nacional.
El presidente del Gobierno no ha querido tampoco aclarar ningún aspecto del diálogo sostenido con ETA. Mientras esta organización terrorista hacía pública en Gara la existencia de reuniones antes y después de la declaración de «alto el fuego» y afirmaba haber suscrito compromisos referentes a un eventual «reconocimiento de Euskal Herria» por el Estado, al «respeto a las decisiones de los ciudadanos vascos» sin que éstas se sometan a ningún límite jurídico, al establecimiento negociado de un futuro común para el País Vasco y Navarra, y a que no se practicarán detenciones, Rodríguez Zapatero se ha limitado a no darse por aludido, despreciando el interés que la mayoría de los ciudadanos tenemos en saber la verdad sobre estos asuntos.
Por tanto, resumamos: ETA ha roto el «diálogo» y el Gobierno dice que no tiene ninguna responsabilidad política en ello. Todo lo realizado en los últimos meses ha sido acertado. No hay resquicio para la menor crítica. Y si las cosas no han ido como cabía esperar de una política basada en las «inmensas ansias de paz» de los españoles, con su presidente a la cabeza, ello sin duda hay que achacarlo a la presión ejercida por el PP y sus corifeos.
Este es el mensaje que nos ha transmitido Rodríguez Zapatero; y por ello reclama ahora, para seguir su marcha triunfal en pos de la «paz definitiva», de un final para el terrorismo, la unidad con los partidos políticos que le han dado y le dan la razón a ETA, y que tratan de obtener algún rédito de su historia de tragedia y destrucción.
El escritor libanés Amin Maaluf, indagando en sus Orígenes, observó que «la Historia se equivoca con frecuencia» y que es la cobardía de los hombres la que «lleva a explicar doctamente por qué fueron atinadas sus decisiones, por qué fue inevitable lo sucedido y por qué nuestros nobles sueños merecían irse al infierno».
Confiemos en que todavía quede un rastro de lucidez y estemos a tiempo de evitar el desastre que, súbita y sorpresivamente, acabará por arrebatarnos.
MIKEL BUESA
Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid
No podía ser menos, pero sí más. El presidente se enfrentó el 30 de diciembre a la cruel evidencia de que su euforia carecía de cualquier fundamento; pero después, pasadas dos largas semanas desde aquel acontecimiento, ha sido incapaz de extraer de él sus lecciones.
La máquina trituradora de la propaganda ha convertido el fruto de la destrucción en un polvo gris donde nada es reconocible, del que nada puede aprenderse, porque aparentemente nada ha sucedido. Y así, el líder, el timonel iluminado que nos reclama nuestra confianza en él, puede reemprender su marcha triunfal.
Era previsible. Primero fueron las frases evasivas de significado difuso; luego el silencio. ¿Implicaría el atentado la ruptura de cualquier relación entre el Gobierno y ETA? Ahora sabemos que ETA puso fin al «proceso de paz» y rompió el «diálogo». Pero no sabemos si Rodríguez Zapatero ha renunciado a cualquier pretensión negociadora con ETA. Mientras tanto, en una ceremonia de confusión destinada a eliminar cualquier atisbo de crítica y deslegitimar a quienes la ejercemos, se iba preparando la transferencia de la responsabilidad del fracaso de la política antiterrorista a los oponentes del Gobierno. No otro sentido tuvo la llamada del presidente a Mariano Rajoy para que acudiera al Palacio de la Moncloa e, inmediatamente, con cargo a la vicepresidenta, lanzar un libelo que le atribuía la imposibilidad de llegar a un acuerdo con ETA y, con ello, de lograr el final del terrorismo. Y lo mismo cabe decir del montaje de unas manifestaciones en Bilbao y Madrid en las que, con el énfasis puesto en los conceptos de «diálogo» y de «paz», se avaló el horizonte conceptual de la política sostenida por Rodríguez Zapatero y se excluyó a la mayoría social a la que, en España, le repugna la negociación con ETA de sus reclamaciones políticas y de impunidad frente a los tribunales de justicia.
El debate celebrado ayer en el Congreso de los Diputados ha puesto el colofón a todo esto. El presidente ha repetido de nuevo que él tenía legitimidad para intentar una vez más el «final dialogado de la violencia» con la única justificación política de que otros presidentes también lo hicieron, aunque tales empeños resultaron frustrados. Curiosa justificación ésta que apela a la experiencia del fracaso para sostener la idoneidad de una política. Aún más, nos ha dicho que considera compatibles la lucha policial contra ETA y el mantenimiento de conversaciones con ella, como si no fuera una regularidad empírica, constatada en España y en los demás países que afrontan un problema de terrorismo, que el segundo de esos elementos resta efectividad al primero. Y así ha ocurrido con su «proceso de paz», de modo que, dentro de la actual legislatura, si con anterioridad a la resolución de mayo de 2005 que lo avaló, la policía española practicó casi ocho detenciones mensuales de terroristas encuadrados en ETA, después de ella la media se ha reducido a menos de dos arrestos por mes.
Rodríguez Zapatero también ha afirmado que, en todo su mandato, se ha mantenido plenamente en vigor la política antiterrorista que se diseñó a raíz de la firma del Pacto por las Libertades, que nada ha cambiado y que, en su relación con ETA, se ha limitado a cumplir escrupulosamente el mandato aprobado por el Congreso de los Diputados en mayo de 2005.
Miente o se autoengaña. O ambas cosas a la vez. En su marcha triunfal no cabe el menor resquicio de autocrítica en esa materia: todo lo hecho con respecto a ETA, no sólo es lo correcto sino que también está amparado en los acuerdos de Estado. De nada vale recordarle que, por ejemplo, esos acuerdos propugnaban el diagnóstico común entre los dos partidos que los suscribieron; que dentro de ellos de ningún modo se avala su política de marginación de las víctimas del terrorismo; que en su seno no cabe ningún intento de insuflar un aliento político a Batasuna para que, una vez lograda, acabe siendo el actor estelar de la «paz».
Y de nada vale tampoco señalarle los datos que hacen meridiana la falsedad de su pretensión de que, en los nueve últimos meses, ha desarrollado la relación con ETA en ausencia de violencia: seis oleadas de cartas de extorsión a empresarios vascos y navarros; recaudación bajo coacción de «donativos para los presos» entre los comerciantes; desobediencia civil plasmada en nuevas campañas de emisión del «DNI vasco»; doscientos cincuenta y nueve atentados de terrorismo callejero con al menos diez víctimas heridas y con unos daños cercanos a los dos millones y medio de euros; robo de armas, explosivos, vehículos, placas de matrícula y material para la falsificación de documentos; y presos que, ante los tribunales, han alardeado de su militancia en ETA y han proferido todo tipo de amenazas e insultos a los magistrados de la Audiencia Nacional.
El presidente del Gobierno no ha querido tampoco aclarar ningún aspecto del diálogo sostenido con ETA. Mientras esta organización terrorista hacía pública en Gara la existencia de reuniones antes y después de la declaración de «alto el fuego» y afirmaba haber suscrito compromisos referentes a un eventual «reconocimiento de Euskal Herria» por el Estado, al «respeto a las decisiones de los ciudadanos vascos» sin que éstas se sometan a ningún límite jurídico, al establecimiento negociado de un futuro común para el País Vasco y Navarra, y a que no se practicarán detenciones, Rodríguez Zapatero se ha limitado a no darse por aludido, despreciando el interés que la mayoría de los ciudadanos tenemos en saber la verdad sobre estos asuntos.
Por tanto, resumamos: ETA ha roto el «diálogo» y el Gobierno dice que no tiene ninguna responsabilidad política en ello. Todo lo realizado en los últimos meses ha sido acertado. No hay resquicio para la menor crítica. Y si las cosas no han ido como cabía esperar de una política basada en las «inmensas ansias de paz» de los españoles, con su presidente a la cabeza, ello sin duda hay que achacarlo a la presión ejercida por el PP y sus corifeos.
Este es el mensaje que nos ha transmitido Rodríguez Zapatero; y por ello reclama ahora, para seguir su marcha triunfal en pos de la «paz definitiva», de un final para el terrorismo, la unidad con los partidos políticos que le han dado y le dan la razón a ETA, y que tratan de obtener algún rédito de su historia de tragedia y destrucción.
El escritor libanés Amin Maaluf, indagando en sus Orígenes, observó que «la Historia se equivoca con frecuencia» y que es la cobardía de los hombres la que «lleva a explicar doctamente por qué fueron atinadas sus decisiones, por qué fue inevitable lo sucedido y por qué nuestros nobles sueños merecían irse al infierno».
Confiemos en que todavía quede un rastro de lucidez y estemos a tiempo de evitar el desastre que, súbita y sorpresivamente, acabará por arrebatarnos.
MIKEL BUESA
Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid
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