MIKEL BUESA
Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid
En el Parlamento Europeo acaba de finalizar el debate con el que el Gobierno de Rodríguez Zapatero ha pretendido lograr un respaldo internacional a su política de negociación con ETA. El resultado de la votación le ha dado formalmente la victoria por una diferencia de diez votos sobre los más de seiscientos emitidos. Pero se trata de una victoria pírrica que deja un sabor amargo y ofende a los que hemos sido víctimas del terrorismo, pues quien verdaderamente ha vencido en este embate ha sido ETA.
Más allá de la aritmética de las votaciones, la cuestión fundamental que hemos de afrontar después del debate es la que se refiere a sus consecuencias políticas. Lo primero que debe señalarse a este respecto es que, desde el momento mismo de su planteamiento, lo que se ha pretendido es dar satisfacción a ETA en su demanda de internacionalización de lo que los nacionalistas llaman «conflicto vasco». Y este ha sido un objetivo que lamentablemente hemos de considerar como plenamente logrado.
En efecto, ETA, con la inestimable ayuda del Grupo Socialista Europeo, ha conseguido hacer visible su posición política; es decir, su pretensión de ser reconocida como minoría nacional oprimida. Más aún, ETA misma ha estado personalmente representada en el hemiciclo de Estrasburgo, pues, en un ejercicio de cinismo político, el presidente de la institución parlamentaria ha considerado que no había impedimento para ello. Y, así, ETA ha redondeado la jugada y ha logrado, sin duda, bendecir su reconocimiento como interlocutor político de los gobiernos europeos con los que trata de negociar el derecho a la independencia de Euskal Herria, posibilitando de este modo la constitución del Estado totalitario vasco al que aspira.
Pero esto no es todo. El Parlamento Europeo ha evidenciado también la profunda división que existe entre los representantes políticos en las cuestiones relativas a la negociación con terroristas. Esta institución, que sin duda ha dado pasos importantes en el planteamiento de las políticas antiterroristas, no ha sido sin embargo capaz todavía de lograr un acuerdo en lo esencial. Y lo esencial en esto es definir conceptualmente el terrorismo y trasladar esa definición a las leyes penales que están al servicio de las sociedades democráticas para defenderlas de quienes ejercen la violencia sobre personas desarmadas con el fin de imponer sus objetivos políticos. Carecemos de una noción unificada del terrorismo en Europa y ello da lugar a que, en la institución que representa lo más esencial de la democracia, acaben defendiéndose posiciones que dan aliento a los terroristas.
Si tuviéramos una definición precisa del terrorismo, no nos encontraríamos con la penosa situación que se ha evidenciado en Estrasburgo. No se habría hecho visible la profunda división de los representantes políticos europeos en torno a la cuestión esencial de si se debe negociar o no con terroristas. Una división que reproduce la que ya hemos podido constatar en España. Y una división, también, que debilita a las instituciones democráticas y las hace vulnerables al ataque de los que quieren destruirnos.
La genuina aportación que ha realizado el Partido Socialista, con Rodríguez Zapatero a la cabeza, a la política referente a ETA, ha sido esta. En su equivocada idea de que la realización de cesiones a los terroristas puede doblegar su voluntad de ejercer la violencia, ha actuado de tal manera que el resultado final no ha sido otro que su fortalecimiento político y su legitimación.
Cuatro décadas de violencia han alcanzado su premio en el Parlamento Europeo. Y, a partir de ahí, estará más cerca su posibilidad de alcanzar el poder en la futura Euskal Herria independiente.
Sin embargo, hemos de ir todavía más lejos en el análisis. Los errores políticos pueden ser disculpables cuando se derivan de nuestra propia limitación como seres humanos para controlar la totalidad de los elementos que influyen sobre los problemas que nos preocupan. Pero no pueden ser eludidos ni justificados si su raíz se encuentra en la profunda inmoralidad de una concepción de la política que hace de ésta una actividad ajena a cualquier principio ético. Quienes, como el presidente Rodríguez Zapatero, creen que todo vale para lograr sus fines inmediatos, que las cosas se pueden y deben conseguir como sea, que esos mismos fines pueden ser modificados en función de los vaivenes de la coyuntura y que las sociedades pueden ser conducidas por medio de la desorientación y el caos -porque es el caos mismo la fuente del poder-, debilitan el sistema democrático y lo ponen en el borde de su disolución. Lo que está en juego en todo esto es, por ello, la supervivencia misma de España como sociedad democrática, pues si ETA se alza con la victoria no serán sólo los vascos los que se verán sometidos.
Todos los españoles y, con nosotros, todos los europeos habrán visto que, por medio de la violencia, por medio del crimen y la amenaza, es posible progresar en el logro de objetivos políticos. Y de ahí a la generalización del totalitarismo sólo resta un paso.
Es precisamente la ausencia de principios morales en la conducción de la política de la que se derivan el sufrimiento y la angustia para los ciudadanos. Las víctimas del terrorismo sabemos mucho de esto y hemos pagado ya un precio muy alto para llegar a ese conocimiento. Jean Améry, desde la sabiduría de una vida preñada de los sufrimientos ocasionados por el totalitarismo, dejó escrita la lección aprendida: «Me mantengo -dijo- en la débil fe de que la irracionalidad provoca la inmoralidad; que la verdad, por mucho que sea relativa y esté sumida en el movimiento de un proceso, es una de las condiciones básicas para la moralidad, y que la falta de verdad, como mentira pero también como error, va preñada de crímenes».
Apelemos entonces a esta lección para corregir los errores cometidos en Estrasburgo y, de una vez por todas, exijamos a Rodríguez Zapatero la responsabilidad en la que ha incurrido.
Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid
En el Parlamento Europeo acaba de finalizar el debate con el que el Gobierno de Rodríguez Zapatero ha pretendido lograr un respaldo internacional a su política de negociación con ETA. El resultado de la votación le ha dado formalmente la victoria por una diferencia de diez votos sobre los más de seiscientos emitidos. Pero se trata de una victoria pírrica que deja un sabor amargo y ofende a los que hemos sido víctimas del terrorismo, pues quien verdaderamente ha vencido en este embate ha sido ETA.
Más allá de la aritmética de las votaciones, la cuestión fundamental que hemos de afrontar después del debate es la que se refiere a sus consecuencias políticas. Lo primero que debe señalarse a este respecto es que, desde el momento mismo de su planteamiento, lo que se ha pretendido es dar satisfacción a ETA en su demanda de internacionalización de lo que los nacionalistas llaman «conflicto vasco». Y este ha sido un objetivo que lamentablemente hemos de considerar como plenamente logrado.
En efecto, ETA, con la inestimable ayuda del Grupo Socialista Europeo, ha conseguido hacer visible su posición política; es decir, su pretensión de ser reconocida como minoría nacional oprimida. Más aún, ETA misma ha estado personalmente representada en el hemiciclo de Estrasburgo, pues, en un ejercicio de cinismo político, el presidente de la institución parlamentaria ha considerado que no había impedimento para ello. Y, así, ETA ha redondeado la jugada y ha logrado, sin duda, bendecir su reconocimiento como interlocutor político de los gobiernos europeos con los que trata de negociar el derecho a la independencia de Euskal Herria, posibilitando de este modo la constitución del Estado totalitario vasco al que aspira.
Pero esto no es todo. El Parlamento Europeo ha evidenciado también la profunda división que existe entre los representantes políticos en las cuestiones relativas a la negociación con terroristas. Esta institución, que sin duda ha dado pasos importantes en el planteamiento de las políticas antiterroristas, no ha sido sin embargo capaz todavía de lograr un acuerdo en lo esencial. Y lo esencial en esto es definir conceptualmente el terrorismo y trasladar esa definición a las leyes penales que están al servicio de las sociedades democráticas para defenderlas de quienes ejercen la violencia sobre personas desarmadas con el fin de imponer sus objetivos políticos. Carecemos de una noción unificada del terrorismo en Europa y ello da lugar a que, en la institución que representa lo más esencial de la democracia, acaben defendiéndose posiciones que dan aliento a los terroristas.
Si tuviéramos una definición precisa del terrorismo, no nos encontraríamos con la penosa situación que se ha evidenciado en Estrasburgo. No se habría hecho visible la profunda división de los representantes políticos europeos en torno a la cuestión esencial de si se debe negociar o no con terroristas. Una división que reproduce la que ya hemos podido constatar en España. Y una división, también, que debilita a las instituciones democráticas y las hace vulnerables al ataque de los que quieren destruirnos.
La genuina aportación que ha realizado el Partido Socialista, con Rodríguez Zapatero a la cabeza, a la política referente a ETA, ha sido esta. En su equivocada idea de que la realización de cesiones a los terroristas puede doblegar su voluntad de ejercer la violencia, ha actuado de tal manera que el resultado final no ha sido otro que su fortalecimiento político y su legitimación.
Cuatro décadas de violencia han alcanzado su premio en el Parlamento Europeo. Y, a partir de ahí, estará más cerca su posibilidad de alcanzar el poder en la futura Euskal Herria independiente.
Sin embargo, hemos de ir todavía más lejos en el análisis. Los errores políticos pueden ser disculpables cuando se derivan de nuestra propia limitación como seres humanos para controlar la totalidad de los elementos que influyen sobre los problemas que nos preocupan. Pero no pueden ser eludidos ni justificados si su raíz se encuentra en la profunda inmoralidad de una concepción de la política que hace de ésta una actividad ajena a cualquier principio ético. Quienes, como el presidente Rodríguez Zapatero, creen que todo vale para lograr sus fines inmediatos, que las cosas se pueden y deben conseguir como sea, que esos mismos fines pueden ser modificados en función de los vaivenes de la coyuntura y que las sociedades pueden ser conducidas por medio de la desorientación y el caos -porque es el caos mismo la fuente del poder-, debilitan el sistema democrático y lo ponen en el borde de su disolución. Lo que está en juego en todo esto es, por ello, la supervivencia misma de España como sociedad democrática, pues si ETA se alza con la victoria no serán sólo los vascos los que se verán sometidos.
Todos los españoles y, con nosotros, todos los europeos habrán visto que, por medio de la violencia, por medio del crimen y la amenaza, es posible progresar en el logro de objetivos políticos. Y de ahí a la generalización del totalitarismo sólo resta un paso.
Es precisamente la ausencia de principios morales en la conducción de la política de la que se derivan el sufrimiento y la angustia para los ciudadanos. Las víctimas del terrorismo sabemos mucho de esto y hemos pagado ya un precio muy alto para llegar a ese conocimiento. Jean Améry, desde la sabiduría de una vida preñada de los sufrimientos ocasionados por el totalitarismo, dejó escrita la lección aprendida: «Me mantengo -dijo- en la débil fe de que la irracionalidad provoca la inmoralidad; que la verdad, por mucho que sea relativa y esté sumida en el movimiento de un proceso, es una de las condiciones básicas para la moralidad, y que la falta de verdad, como mentira pero también como error, va preñada de crímenes».
Apelemos entonces a esta lección para corregir los errores cometidos en Estrasburgo y, de una vez por todas, exijamos a Rodríguez Zapatero la responsabilidad en la que ha incurrido.
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