domingo, diciembre 03, 2006

Y entonces el pueblo se levantó porque quería celebrar la Navidad


José Javier Esparza


Es la última moda entre los inquisidores de lo políticamente correcto: prohibir fiestas cristianas para no irritar a "las minorías". Pero a veces la mayoría deja de ser silenciosa.

1 de diciembre de 2006. Ha ocurrido en un colegio de Zaragoza. El colegio lleva el nombre de Hilarión Gimeno, aquel célebre farmacéutico e investigador zaragozano (1859-1931) que, por cierto, libró sus primeras armas intelectuales en el diario La Derecha, el periódico de Castelar. Es la cosa que hoy el claustro de ese colegio, progresista y políticamente correcto, ha decidido suspender las celebraciones de Navidad de este año. ¿Por qué? Para no molestar a "los alumnos de otros credos y culturas". Esto no es la primera vez que pasa, ni en España ni en otros lugares de Europa. En una escuela inglesa se prohibió el cuento de Los tres cerditos para no herir a los alumnos musulmanes. En Italia se ha denunciado la prohibición de la Navidad en ciertos centros. En España hemos sabido de colegios públicos donde han desaparecido los crucifijos, siempre so pretexto de no molestar a las minorías. Ahora viene esto de Zaragoza: es el signo de nuestro tiempo. Pero aquí, sin embargo, ha pasado algo distinto. Por fin.

Lo que ha pasado en Zaragoza es que los padres del Hilarión Gimeno, con el coraje de Agustina, Casta y Manuela, se han plantado. No han levantado barricadas ni han quemado neumáticos, porque la gente de orden es como es, pero han recogido firmas para protestar contra la cacicada políticamente correcta del claustro y han hecho público el suceso. Les asiste la razón. En ese colegio hay 350 familias. Las que han firmado contra la decisión del claustro son 230: bastante más que una mayoría absoluta. O sea que ese claustro, tan demócrata y progresista, ha decidido proscribir la Navidad contra la opinión más que mayoritaria de las familias, y por no molestar a una minoría que, por otro lado, tampoco consta que se haya expresado en sentido alguno.


La actitud del claustro, pequeña casta cultural que gobierna contra el sentimiento de la mayoría de la gente, sugiere dos reflexiones. La primera: estamos ante un típico ejemplo de esa automutilación cultural que sufre hoy Europa y que consiste en censurar la propia identidad para afirmar la identidad ajena. La segunda: el comportamiento del claustro de ese colegio es una especie de reproducción a pequeña escala del despotismo educativo español, ese despotismo que, por ejemplo, fulmina por vía político-administrativa la asignatura de Religión aún a sabiendas de que casi el 80% de las familias desean que se enseñe. Del despotismo educativo ya hablaremos otro día. Vayamos hoy al asunto de la automutilación cultural, que es aquí el meollo de la cuestión.

Mi maestro Dalmacio Negro (que nadie se pierda su último artículo en la revista Razón Española: "Del Movimiento al Consenso") dice que la guerra cultural que en nuestro tiempo desangra a Europa puede definirse como una guerra entre la creencia y la increencia. Esta guerra es enteramente nueva; hasta ahora habíamos conocido guerras de religión, y también unas religiones que eran sustituidas por otras cuando una civilización se hundía, pero nunca antes, en términos históricos, se había planteado una guerra a muerte entre la religión y la negación radical de cualquier aliento religioso. El proceso comenzó con la Revolución Francesa, se acentuó con los totalitarismos y hoy asistimos a una fase especialmente aguda, quizá decisiva, donde los campos se definen con creciente claridad.

Pero, además, ocurre que esta disputa entre religión e irreligión sólo nos afecta a nosotros, europeos blancos y blandos; ellos, los otros, incluidos los que viven aquí, tienen su religión y no quieren renunciar a ella. De manera que caminamos hacia una Europa constituida por una exigua casta de autóctonos descreídos, que sostiene su efímero bienestar sobre el trabajo de una masa creciente de musulmanes fieles. La guerra entre creencia e increencia, en Europa, terminará entregando la victoria a una creencia extranjera. ¿Apocalíptico? Quizá. Pero el caso es que esto es lo que viene pasando todos los días, de manera generalmente silenciosa, en todos los rincones de Europa. Y esa es la fuerza –letal- contra la que debemos resistir.

El ejemplo de esas familias de Zaragoza es una perfecta respuesta a la tópica pregunta "qué hacer". ¿Qué hacer? ¡Actuar, carajo! Actuar defendiendo lo que es de uno, o mejor dicho, lo que uno es. Por ejemplo, exigiendo que en el colegio de tus hijos se celebre la Navidad. Nadie os pide que seáis santos y píos. Lo que se os pide, lo que nos pide este tiempo de decadencia suave e indolora, es simplemente fidelidad a una tradición, a una herencia, a una manera de ver la vida y el mundo. Esa manera de ver la vida y el mundo es la que ha construido nuestra cultura y nuestra identidad, nuestras ideas sobre la justicia, sobre el bien, sobre la belleza, sobre todas esas cosas sin las que no podríamos vivir, sin las que sólo seríamos náufragos a la deriva –sin las que estamos naufragando ya.

Bendita Zaragoza, siempre dispuesta a dar ejemplo a los resistentes.

No hay comentarios: