lunes, agosto 28, 2006

País Vasco: la mentira de la paz


Mikel Buesa
Catedrático de la Universidad Complutense de Madrid
(ABC, 27/08/06)


La vida política del País Vasco ha estado tradicionalmente envuelta en la falsedad, de manera que, como señaló una vez Mario Onaindía, «la realidad parece un espejismo y los espejos se nos antojan reales..., quienes detentan el poder se disfrazan de marginados y les roban su lenguaje, y los marginados deambulan perdidos como si tuvieran todo el peso de las culpas de la historia...; las palabras significan lo contrario de lo que aparece en el diccionario, como si alguien hubiera decidido que las lenguas no son para entenderse, sino sólo para ocultar la realidad». Hasta no hace mucho tiempo, los nacionalistas eran los más virtuosos cultivadores de la ocultación y el eufemismo, pero recientemente han encontrado en las filas del socialismo aventajados discípulos que eclipsan sus antiguos méritos. Tan es así que ya no sabemos qué es verdad y qué es mentira; o más bien hemos perdido la noción de estos conceptos, como si todo dependiera de las conveniencias partidarias de cada acontecimiento.

A finales de marzo, ETA declaró un «alto el fuego». En aquel momento, el Gobierno se apresuró a declarar que, antes de emprender cualquier iniciativa, verificaría la existencia de un cese efectivo de la violencia, pues el paso dado por la organización terrorista abría la oportunidad para desencadenar el proceso de finalización del terrorismo al que se aspiraba desde que, un año antes, una resolución del Congreso de los Diputados diera autorización para conversar con ETA. Tres meses más tarde, el presidente Rodríguez Zapatero consideró que esa verificación satisfacía unos criterios que nunca se habían enunciado ni expresado públicamente, y sin atenerse a los usos parlamentarios anunció en una sala de prensa de la Carrera de San Jerónimo el comienzo de la negociación con ETA. Entretanto, ésta había contribuido a cimentar el diagnóstico gubernamental extorsionando a medio centenar de empresarios, de los que podría haber obtenido la no despreciable suma de 250.000 euros; asimismo, desarrollaba otras actividades recaudatorias vendiendo bonos entre sus simpatizantes con un rendimiento superior a los 70.000 euros, continuaba con sus campañas de desobediencia civil repartiendo el «DNI vasco», no se olvidaba del mantenimiento de la logística del terrorismo en Francia, inspiraba la realización de más de cincuenta acciones de violencia callejera y cerraba su virtuosa aportación insultando a sus víctimas en la sala de vistas de la Audiencia Nacional.

Nada de esto pudo conmover a los estrategas de la Moncloa, quienes vieron en todo ello la confirmación de la derrota de ETA y se apresuraron a dar por finiquitado el terrorismo, declarando a continuación que entrábamos en un proceso de paz. Fue entonces cuando empezó a darse un mayor énfasis a la eventual legalización de Batasuna y se reconoció en los terroristas a unos respetables interlocutores políticos con los que cabía celebrar reuniones para hablar del futuro. Estos, a la vista de tan deferente tratamiento, como al parecer no han considerado conveniente consentir en su derrota, han optado por hacer caso omiso de los formulismos procesales y ocupar la calle como si de verdad fueran legales porque, a todos los efectos -según plasman en sus informes y resoluciones los funcionarios gubernativos, los fiscales y los jueces- quienes convocan sus manifestaciones y algaradas no son ellos sino otros, aunque, para ellos, son como si fueran ellos mismos. Y así la paz se asienta, en el parecer del Gobierno, con la solidez propia de un hecho histórico irreversible, hasta el punto de que los acontecimientos que se han sucedido en los dos últimos meses no parecen haber hecho mella en ella: las oleadas de cartas de extorsión a empresarios han seguido produciéndose con la puntualidad de un reloj suizo, las actividades recaudatorias -para la «paz», sin duda- mediante la venta del merchandising terrorista han crecido exponencialmente, las acciones de violencia callejera -más de treinta- se han diversificado para acabar en una borrachera de fuego y los presos etarras, acompañados de sus familiares, han acabado exigiendo que se reconozca su heroica contribución a la concordia pública mediante una amnistía.

El País Vasco vive así este verano la mentira de la paz. Las cosas, una vez más, no son como parecen, ni parecen ser como son. Nada perturba los oropeles del poder y, mientras tanto, a los empresarios a cuyas manos llegan papeles amenazantes se les exige que oculten su inquietud -o, si no, que paguen para demostrar su patriotismo-; a los viajeros del autobús incendiado se les señala que no tienen derecho a queja alguna, pues su previo y forzoso desalojo no es un riesgo cubierto por el seguro obligatorio de viajeros; a los concejales que ven su rostro enmarcado en una diana se les recrimina su intransigencia; y a los ciudadanos que todos los días abandonan el paisaje de su infancia para buscar destino en otro sitio de España, porque no resisten más la presión de la violencia, se les da de baja en el Padrón Municipal y se les olvida como si nunca hubieran existido. Vivimos en una mentira y la verdad se oculta cada vez más profundamente para que no pueda ser reconocida. Sin embargo, como observó Julio Caro Baroja en su magistral estudio de las vidas por oficio, «la mentira sirve tanto como la verdad para conocer a los hombres»; y por ello sabemos que, como ya ocurrió hace tan sólo seis años, las falacias de la paz pueden acabar desencadenando una orgía de sangre.

Reciba un cordial saludo.

Prensa Foro Ermua

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